Entre caminantes te veas

Una ventana para Aurelio

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TIERRAHoy es Navidad, pero para Aurelio lo único que cambia es que hay más gente en las calles y por lo tanto las posibilidades son mayores. Aquella criatura de tan solo 8 años lo único que sabe es que debe vender más chicles que de costumbre porque su abuela necesita un jarabe nuevo para la tos. Él y ella son todo el mundo en su universo.

Todo iba marchando bien para ellos a pesar de la pobreza hasta que la enfermedad dejó a la anciana postrada en la cama. Entonces el pequeño haciendo acopio de valentía y fuerza la cuidaba y salía todas las tardes a vender chicles para llevar un poco de pan y leche a la mesa cada día. Las vecinas les regalaban sopa caliente y algunas verduras cocidas que les sobraban en su cocina, y así la miseria no parecía tan fuerte, no calaba tan duro ni hería tan profundamente.

Se sentó en el resquicio de una puerta abrazando su caja de chicles, tan fatigado estaba de tanto caminar que terminó por quedarse dormido. Y entonces soñó que los ángeles bajaban del cielo y ponían una ventana grande, con un cristal limpio y claro a través del cual su abuela y él veían las estrellas desde la cama. Las contaban, les cantaban y disfrutaban su eterno titilar.

Despertó cuando la oscuridad se había adueñado de las calles y los faroles brillaban iluminando el piso adoquinado. Caminó entumecido abrazándose para que el frío no le castigara tanto. En otras casas los niños dormían esperando que al siguiente día la sala amaneciera atestada de juguetes, él ni siquiera se atrevía a pensar en algo semejante. La única vez que escribió una carta pidiendo su tan anhelada bicicleta su abuela lloró tan amargamente suplicando perdón por no tener dinero que juró jamás volver a hacer nada semejante, no entendía lo que pasaba, pero si eso la hacía sufrir entonces no valía la pena.

Al llegar a casa encontró a la abuela inmóvil como siempre, con ese gesto triste que cada vez era más cotidiano, temblando de frío y con la mirada fija en el horizonte, donde antes existía una lámina haciendo las veces de pared ahora estaba un hueco por el que se colaba el viento frío. Aurelio corrió a ponerle encima otra cobija a la abuela. Sacó de la bolsa de papel el jarabe recién adquirido para hacerla tomar la dosis correspondiente. Por el rostro de  la viejecita, ahora muda, corrieron dos gruesas lágrimas. Aurelio se acostó en la cama junto a ella abrazándose a su cuerpo y animándola, y con esa voz de niño que acariciaba el alma alcanzó a susurrarle antes de que ella cerrara los ojos para siempre sin que él se diera cuenta:

—¿Ves abuelita? Ahora podemos ver el cielo, contar las estrellas y saltar sobre las que han caído en cada casa de Guanajuato ¿Lo ves abuelita? ¿Ves cómo para los pobres también hay regalos?