
Pareciera, cuando camina, que lleva el peso del mundo en sus hombros vencidos. Sobre su espalda sometida por el dolor, ahora eternamente encorvada, se resbala cada minuto transcurrido como si de un descomunal reloj de arena se tratara. La gente la conoce como Doña Chivis, le dan los buenos días cuando se cruzan con ella por la calle…y después murmuran a sus espaldas.
Dicen que ella es una esposa desobligada porque es su marido quien cocina y hace el aseo. Es una mala madre porque somete a su hijo adolescente obligándolo a permanecer a su lado sin salir, como los demás chicos de su edad. Casi no convive con nadie, no los considera dignos de su amistad. Doña Chivis, decididamente, para la gente del barrio, era una mujer posesiva y asfixiante.
Y ella, avanza como si lo ignorara todo. No presta atención a las miradas inquisidoras de Lupe la tendera, ni a la sonrisa maliciosa de Juana la de la frutas. Para ella, dar un paso y luego otro, es lo mejor que le puede suceder, porque sabe que un día no podrá avanzar más, y en vez de preocuparse por los rumores de la gente levanta su rostro para sentir el viento soplar sobre él, pues también llegará el momento en que la arena del reloj se detenga y no podrá sentir nada jamás. El cáncer no se detiene, persiste, es tenaz y cruel, sumamente cruel.
Hay días en los que la enfermedad arremete con fuerza mordiendo sus entrañas ferozmente, doblándola aún más, obligándola a suplicar aunque sepa que es inútil. Cuando traspasa la puerta de su casa, todo es diferente, adentro espera su esposo fingiendo estar ocupado para que ella no se entere —aunque lo sabe desde el primer día— que cada que sale la vigila desde la azotea para vigilar que regrese con bien. Y también está su hijo, quien se pega a ella como un imán a pesar de sus 16 años cumplidos, una edad en la que debiera vivir tantas cosas, pero que sin embargo, lo sacrifica todo por estar hasta el último segundo junto a ella.
En su vida rutinaria no pasa nada, fingen, hacen como que no se dan cuenta de la falta de fuerzas cada vez más evidente, de esa tos persistente, de aquella espalda cada vez más doblada por el dolor, de su sonrisa forzada…y le sonríen a su vez. Por la noche, se sientan a su lado en la cama, le cuentan historias de su vida familiar, le hablan de la Chivis que fue cuando el tumor todavía no se instalaba en su cuerpo, intentando rescatarla de las garras de la amnesia sabedores de que cada vez estaba olvidando más cosas, perdiendo memorias, alejándose de ellos…aunque solo físicamente, porque a pesar del esposo mandilón, el hijo sometido y la mujer ingrata y egoísta, espiritualmente no había una familia más unida, amorosa y valiente. Los hacedores de etiquetas y juicios desconocen que esos tres seres humanos, caminantes habituales en las calles de Guanajuato, viven un día a la vez, solo uno. Ése día. El día en que Doña Chivis, desafiando todo diagnóstico posible, despierta con vida.