
José Guadalupe nunca fue un hombre dado al llanto. “No es de machos llorar” se repetía internamente cuando las lágrimas amenazaban con brotar. Veinte años trabajando en el panteón sin que eso representara mayor problema. Ya había perdido la cuenta de los hoyos cavados, de las tumbas resanadas, de las cubetas con agua que ayudaba a llevar para que los deudos pudieran lavar las grises moradas de sus difuntos.
Le quedaba claro que la muerte era el gran negocio de los vivos, la gran industria de quienes saben ver ahí donde el común de las personas evita mirar. Y que hasta en los despojos se marca terriblemente el nivel social. El cariño y el apego se mide de acuerdo al material con que están fabricados los ataúdes o las urnas, a la magnificencia de las coronas, a la marca de los lentes para sol que ocultan los ojos hinchados de tanto llorar.
Sin embargo, cuando la gente se marcha y el cementerio cierra, la soledad y el silencio es el mismo para todos, hasta para él que todavía está vivo. Antes de irse camina frente a las tumbas para desearle buenas noches al francés que tiene medio siglo viviendo en ese hueco en la pared y a la que tiene nombre de artista de telenovela, a la “Chata” que según reza su lápida recuerdan con dolor cada día sus nietos y sus hijos aunque nunca tenga flores frescas, y a “Nacho”, cuya tumba escupe al que la lee que no somos nada.
Y en esa prisión abarrotada de presos silenciosos en la que la buena conducta no podrá aminorar condena alguna, José Guadalupe tiene paradójicamente todos los afectos que pueblan su vida. Porque para los vivos, es como si él hubiera muerto hace mucho. Sin amigos con quien charlar, sin una esposa, sin hijos a los cuales abrazar, pasa los momentos de ocio entregado a alimentar a las palomas que nunca fallan, que siempre están. Que seguramente serán las únicas almas que lo visiten cuando su propia sepultura sea cavada.
Ahora, sentado ahí, al pie del gran árbol que susurra palabras a los muertos cuando el aire sopla, con su mendrugo de pan entre las manos llora en silencio al mirar la tumba que apenas esa mañana fue ocupada por el cadáver de una pequeña de cinco años. Sobre la tierra todavía floja descansan las flores de color rosa, junto a una muñeca que parece desolada y un osito de tierna mirada que seguramente se pregunta por qué está ahí y no durmiendo en la cama con su dueña como cada noche.
—¡Carajo! —se recrimina José Guadalupe golpeándose en la cabeza con el pan entre el puño cerrado—. ¡Qué estúpido me he vuelto con la edad!
Y para demostrarse que todavía sigue siendo el macho de antaño camina vacilante por el peso de los años a buscar su botella de tequila para brindar con sus amigos silenciosos, esos que, tarde o temprano, serán sus vecinos de verdad, cuando le toque a él partir de este mundo y no haya nadie que se acerque a dejar en su última morada, ni siquiera una triste flor.