El Laberinto

El nombre

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(Foto: Especial)
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Se trata de una cuestión bíblica: primero estaba la obscuridad y la forma en la que Dios crea al mundo en el Génesis es nombrando cada uno de sus elementos, desde la luz, hasta el hombre que sigue sus pasos hasta que conoce a su compañera y la llama “mujer” e incluso en los momentos más desgraciados del relato, cuando los expulsan del paraíso, se toma su tiempo para llamarla Eva, la madre de todos.

El nombre nos dice de dónde venimos, no solo por los apellidos sino por la decisión que tomaron nuestros padres al momento de elegir el nuestro, demuestran su educación, su procedencia, sus gustos e incluso su historia. En mi caso llevo el mismo que mi padre, que mi abuelo y que mis dos hermanos, todos José.

Además del otorgado, que nos viene de nacimiento, todos nos hacemos de otro nombre atribuido, ya sea como nos gusta que nos llamen, como nos hacemos llamar sin pedirlo por nuestras acciones o nuestras características o lo que hacen nuestros allegados con el nombre que ya tenemos; no es casual que al conocer a alguien lo primero que le preguntemos, como un modo de aproximación, sea su nombre.

Pero no solo nombramos a las personas, a los animales y a las cosas, nos gusta saber cómo llamar a cualquier situación a la que nos enfrentamos, y aunque digan que no hay nada nuevo bajo el sol, todo el tiempo nacen términos que describen nuevas tecnologías, formas de relacionarnos o movimientos sociales. Ponerle nombre a algo es delimitarlo, darle forma, saber a qué atenernos, salir de las tinieblas y crear el mundo.