Ecos de Mi Onda

Todo tiempo pasado fue mejor

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La gente joven está convencida de que posee la verdad.                                                                   Desgraciadamente, cuando logran imponerla ya ni son jóvenes ni es verdad. 

Jaume Perich (1941-1995) Humorista español.

(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

La nostalgia es un sentimiento que me asalta con cierta frecuencia, y yo creo  que esto le pasa a muchas personas, y que aumenta, sigo pensando, en la medida en la que se envejece. Se trata pues, de esa especie de tristeza melancólica provocada por el dulce recuerdo de algo, o alguien, que se fue para ya no volver.

Existe el adagio de que todo tiempo pasado fue mejor y desde esta perspectiva, la nostalgia que algunas veces me embarga tiene que ver con ese tiempo que se fue y que ya no volverá, porque todo cambia, todos vamos transformándonos en lo físico, en lo mental y en lo espiritual. Después de este instante, ya no soy el mismo. Aún con cada cambio infinitesimal de tiempo se va dejando algo de la esencia individual en el pasado.

Desde que era un niño en León, a mi familia le gustaban los paseos dominicales a Guanajuato. Gozábamos en particular de pasear por la presa de San Renovato. Antes de comer, trepaba los cerros con mis hermanos, subiendo sobre esas enormes rocas desgajadas por entre las cuales brotaban escurrimientos, formando pequeñas cascadas, y la brisa fresca de la sierra hacía que el rocío nos empapara, con el aparente disgusto de nuestros padres, porque ellos también gozaban acompañándonos en la aventura, para mantenernos dentro de los límites de la prudencia. Quedaba tiempo para subir al faro y ver el paisaje de la cañada y luego bajábamos al parque de la presa de La Olla para comer las tortas que mamá nos preparaba. El paseo concluía con el ritual de asomarnos al jardín hundido para ver la enorme serpiente y el gigantesco cocodrilo, y claro que estando en Guanajuato, mamá nos tejía una leyenda de su propia autoría, de que esos enormes animales de piedra eran víctimas de un encantamiento, y que por la noche se convertían en animales de carne y hueso, y trataban de escapar a cierta morada natural muy lejana que por instinto recordaban, sintiendo nostalgia por un pasado perdido en el que habían sido libres y podían moverse a voluntad. En ese entonces no existía un partido verde que hubiera legislado para que se respetaran sus derechos pétreo-animalescos.

Cuando crecí me dejaron de gustar los paseos a Guanajuato, como que se me hacían aburridos y prefería quedarme en León. A principios de los sesenta, siendo adolescente, ocupaba los domingos en cumplir con la misa, jugar futbol por la mañana, luego ir al cine por las tardes con los amigos, para luego dar la vuelta por el jardín y ver a las muchachas. En esa época las amigas trataban de enseñarnos a bailar lento con la música de Ray Conniff, y veíamos con envidia a quienes bailaban rock and roll al compás de los Teen Tops y Los Locos del Ritmo, y los baladistas como Enrique Guzmán, César Costa y Alberto Vázquez todavía se escuchaban con frecuencia por el radio; pero se acercaba sigilosamente sobre los espacios nacionales el estruendo explosivo de los Beatles. A mí me agradó mucho la versión instrumental de Y la amo, con Santo y Johnny, a tal grado que junté dinero con mis domingos para comprar el disco, y sorprendido vi que contenía sólo éxitos de un grupo llamado The Beatles y todos nos preguntamos: ¿Y quiénes son esos? Ciertamente León no era en ese tiempo una ciudad muy actualizada en grupos musicales y los éxitos internacionales nos llegaban con un buen tiempo de retraso.

Ya en la secundaria, mi papá, a quien le gustaban las andanzas, leyó en el periódico que la carretera de León a San Felipe por la sierra de Lobos estaba prácticamente terminada, así que nos montó en el Chevrolet Biscayne 58 y sin pensarlo nos enfilamos a estrenar el nuevo camino. Sólo que si se dice en las noticias que una obra ya está casi concluida, es porque siempre aún le falta… y mucho. Resultado, un tramo bastante extenso de terracería que nos hizo llegar a San Felipe, en lugar de a la hora de la comida, casi a la hora de la cena. Pero lo interesante fue el regreso nocturno por la ruta de Dolores Hidalgo y Guanajuato. Estaba por iniciar la primavera de 1965 y desde que pasamos frente al Castillo de Santa Cecilia y bajamos por la calle de la Alhóndiga, notamos que algo había cambiado de manera notable; pero al entrar a la espléndida calle subterránea que se había inaugurado unos meses antes, dar un paseo por la ciudad y admirar la salida a León por Los Pastitos, muy bien cuidados y con su arbolado y setos de rosales, con una iluminación extraordinaria, quedamos impresionados y la familia coincidió en que Guanajuato se había transformado definitivamente en algo mágico —¡Yo de aquí soy!— me dije a mí mismo.

En la prepa me decidí por estudiar química, a sabiendas que era una carrera que ofrecía la Universidad de Guanajuato, argumento válido y convincente para cumplir mi anhelo de vivir en Guanajuato. Para inicios de los setenta ya me encontraba de lleno estudiando en la entonces Escuela de Química, pero nunca nos faltó tiempo para tomarnos un café en el Pingüis, con su sinfonola en la que escuchábamos a Santana y a los Creedence; tampoco para ver los partidos de basquetbol en el torneo universitario, con los agarrones entre Civil y Relaciones Industriales; ni para irnos de callejoneada con las estudiantinas, o gozar de las primeras presentaciones de los Juglares en algunas de las plazas de la ciudad, o aquellas funciones memorables de los Payadores en el Teatro Principal. Claro que también nos gustaba la botana del Incendio, o la de la cantina del Sr. Anaya, espacios democráticos en los que departían alegremente mineros, empleados de gobierno, profesores y estudiantes. Pero algo muy especial era sin lugar a dudas, apreciar el espectáculo del Teatro Universitario dirigido por el inolvidable Maestro Ruelas, llevadas a las plazas y teatros de Guanajuato, que incluía la participación de los vecinos, como el caso excepcional de los Entremeses Cervantinos.

¡Qué tiempos aquellos! ¡Cómo no sentir nostalgia!

Sentí vivamente que Guanajuato me abrió las puertas y que por tanto tenía que comportarme a la altura de las circunstancias, como cuando nos invita una familia a su casa. Guanajuato era una ciudad ordenada, con el bullicio juvenil de los estudiantes, pero sin las estridencias del ruido escandaloso sin sentido. Todo parecía estar en armonía, la relación de los espacios con respecto a la población, incluyendo a los turistas; las vías de tránsito y el número de autos. Las plazas y jardines eran para el disfrute de las familias, la gente sentía el gusto por la bohemia con el disfrute de la buena plática, quedaba mal el que decía majaderías frente a las damas y todas las mujeres, de todas las edades, lo eran. Ese ambiente, en parte conservador y en parte de avanzada, que se vivía en una ciudad de arquitectura singular, fue un imán atrayente para el turismo nacional e internacional, que regresaba siempre a sus lugares de origen con un muy buen sabor de boca, y asimismo generó el espacio natural para el nacimiento y desarrollo del Festival Internacional Cervantino, la fiesta del espíritu.

Todo tiempo pasado fue mejor, dice el adagio y yo así lo creo por varias razones. Tal vez la más importante es que se trata de un pasado en el que se fue joven, con esa dulce displicencia que se alimenta de ilusiones y que permite disfrutar sin mayores complicaciones de los momentos más sencillos, de la compañía de los amigos, del cosquilleo de los enamoramientos, incluso a pesar de la experiencia de algunos infortunios. Pero también porque Guanajuato ya es otro, ya no es el mismo. Al crecer se le vinieron encima algunos achaques nunca antes advertidos con la intensidad actual.

Quizás la edad lo hace a uno algo más crítico, pero no se puede quedar indiferente ante la visión malentendida de una ciudad como Guanajuato. El impacto de la historia de la ciudad, la importancia de sus minas, el encanto arquitectónico de la ciudad construido en cientos de años, así como el pacífico y cordial ambiente humano que se respiraba en sus espacios, fueron los argumentos para que la UNESCO la declarara Patrimonio Cultural de la Humanidad y para generar el enorme atractivo que significó para los visitantes. Esto fue aprovechado por algunos empresarios del sector turístico que advirtieron el filón dorado y en aras de promover el turismo y crear fuentes de empleo, han venido desvirtuando aquel espíritu, ante la complacencia (¿o complicidad?) de las autoridades. Las mesas ya no caben en las plazas y jardines, el ruido estruendoso impide las conversaciones amenas, el andar alcoholizado sin sentido desperdicia la belleza de los sitios y monumentos, se menosprecia la cultura frente a los reventones mezcaleros, la basura se acumula en los depósitos, los autos circulan y circulan sin encontrar estacionamiento, el festival cervantino bizarro se chupa el presupuesto en cuidar borrachos, los supuestos hostales de discutible calidad proliferan y desfiguran el paisaje urbano, finalmente sólo se requiere de un camastro, o hasta sólo de la superficie de una azotea, para pasar la noche después de las caguamas. Ya mucha gente ha utilizado a Guanajuato con alevosía y a cambio Guanajuato está recibiendo sólo adversidades.

¿Todo pasado fue mejor? Es cosa de sentir amor por esta increíble ciudad que abre los brazos a los visitantes, esperando sólo que la respeten y se interesen realmente en disfrutar todo lo que generosamente ofrece, pues en esa medida se evitará su decadencia.

Claro que el simple hecho de criticar no es un compromiso suficiente, pues solamente el que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado, sentenció Nietzsche. Sin embargo, el vivir aquí y en el presente nos da cierto derecho de reflexionar sobre el pasado y su relación con el futuro, ya que ¿cómo no me va a interesar el futuro?… Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida, como dijo Woody Allen.