Ecos de Mi Onda

Recostada a mis espaldas

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El sol brilla, las estrellas difunden su resplandor y

la tierra se nimba de belleza a través de ti.

A través de tu felicidad todos ellos se aman y

se atraen unos a otros. Tú estás en todos y eres todos.

Swami Vivekananda

Recostada a mis espaldas, Liz rasca la comezón de mi piel reseca de saurio asoleado  —ah, uh, ahí, un poquito más a la izquierda, más arriba, poquito más arriba, ahí, ahí — y en la televisión la secuela de noticias rutinarias, tendenciosas, trágicas, esperanzadoras, pesimistas, no las puedo ver recostado lateralmente en la cama, sin vista directa a la pantalla del televisor, sólo las escucho somnoliento y voy imaginando la secuencia de escenas

Prácticas monopólicas que deben ser sancionadas, ya que millones de personas se ven afectadas por esas prácticas insanas, que ya advirtió la Comisión Federal de Competencia… —

Monopolio, mono, polio, ¿monopolio? ¿Cómo es un monopolio? ¿Un señor o una señora? Seguro es un señor, pero tiene que ser obeso hasta ocupar con su cuerpo casi toda la oficina; enseguida una persona toca a la puerta, es un cliente, se abre la puerta y pasa, apenas cabe en un espacio muy reducido e incómodo. Monopolio saca de un cajón del escritorio frente al que sentado se ve grotesco, gigantesco, una cajita inverosímilmente pequeña con un producto, no sé, tal vez un mililitro de aire puro, un pomito con una oleada de orgasmo, un minuto de comunicación transensorial o de conversación literaria, un iLearn nanométrico (pienso en un dispositivo novedoso de aprendizaje diseñado por Jobs y presentado post-mortem en el mercado electrónico, el cual es insertable en el sector cognitivo del cerebro… ¡qué sé yo!) Por supuesto que el señor monopolio presenta a la entrada de su oficina un letrero que advierte claramente que se trata de un expendio exclusivo, pero ¿quién condiciona la venta de momentos de felicidad, o incluso de amargura, porque para todo hay gustos? Según yo, tengo en usufructo mi vida misma y la posibilidad de admirar los paisajes de la naturaleza, de tomar agua de un arroyo cristalino, como cuando lo hacía en mi niñez, hace ya muchos ayeres y andanzas por rumbos geográficos y lunas y paseos estelares, porque tengo también la capacidad de la imaginación en usufructo ¿Quién concesiona y permite que opere un monopolio? Sí, para qué discutir  —puede el que por sus pistolas puede — me contesto yo mismo; qué más da por ahora, en este momento en el que estoy descaradamente liberando un grado de indolencia en la incipiente noche ¿no?

Liz se levanta de la cama diciendo que va a prepararse un café y me pregunta que si quiero que me prepare uno; le contesto que no, pero al pasar a mi lado se detiene buscando el par de babuchas extraviadas en la pieza, se agacha y morboso le veo las pantorrillas y los muslos al levantársele la bata y me viene a la mente todo este tiempo que hemos convivido en intimidad ¿ya cuántos años?… ya son seis años, tan largos y tan cortos, sus piernas, su torso, sus manos, su pelo, todo su cuerpo y esencia, que parcial e integral, me siguen pareciendo atractivos, pero aún más que por el aspecto físico, por su tibieza gentil y femenina, su capacidad misteriosa de prevención de daños y perjuicios, que Liz ha cultivado con la paciencia milenaria de la mujer que sabe interpretar mejor que los hombres las relaciones amorosas. Así su ausencia para ir a la cocina a calentar el café, endulzarlo con el azúcar de dieta, detenerse como siempre a limpiar aquí, lavar esto, acomodar aquello, ver una página del periódico sobre la mesa dándole un sorbo a su café, anotar algo en la lista de pendientes para mañana, o para dentro de un siglo, me parece eterno… ¡Hey! vuelve a la cama, déjame acariciarte con delicadeza.

Nunca me he atrevido a preguntarte si mis manos, que han explorado absolutamente toda la superficie de tu cuerpo, tus rincones, tus oquedades, tus pendientes y laderas, han acertado en aquellas tus zonas de máximo placer, eres muy discreta, pero el hecho de sentir que estás conmigo hasta cuando no estás presente, que te acurrucas cada noche a mi lado, que en el equilibrio de los roles asumes la libertad de tomar la iniciativa, que me eres solidaria, que discutes y me defiendes algunas veces hasta rabiosamente por algún motivo pueril, como cuando los amigos se enfurecen porque fallé un penalti en el juego de veteranos. Pero después de los encuentros jamás he preguntado ¿Te gustó? ¿Por qué? no sé por qué, me parece de mal gusto. Sin embargo, sí he solicitado con prudencia una respuesta, cuando después de acariciarte la espalda te interrogo para saber si eres feliz ¿Eres feliz Liz, eres feliz? Sí, me respondes simplemente, no me das explicaciones no pedidas, ¿Dime por qué? Insisto en cuestionarte  —porque el cielo es azul — me respondes y me exhortas  —mañana tienes que arreglar la llave del lavamanos, está goteando — Mmm… sí, creo que sí me quieres.

Antes me molestaba por lo disímbolo de algunas de nuestras percepciones y de la disparidad de ciertas prioridades  —¡No puede ser Liz! Los diputados y senadores se aumentaron otra vez el sueldo, para eso sirven las mentadas reformas políticas en el congreso, pero ya ves, así son los políticos ¿a dónde quieren llevar al país esta bola de zánganos? Vamos directamente a la ruina con esta clase de políticos inmundos ¿verdad…? — Espero tu opinión para proseguir con el tema que me ocupa al estar leyendo el periódico, como todos los días después de la comida, para inducir un discurso crítico conjunto (si bien me tienes que dejar a mí llevar la voz cantante, e incluso conceder el poder de enmendar algunas de tus opiniones que no juzgue coherentes) y discernir sobre propuestas mucho más creativas que las que plantean los políticos en los medios del país, pues finalmente tenemos que responder a la resolución de los graves problemas nacionales que nos agobian  —¿Qué decías? —me contestas, mientras te ocupas afanosa y concentrada en limpiar el fondo de la licuadora— el gas ya se está acabando —prosigues en tu mundo, en tus cosas. Vencida mi enjundia, vuelvo a mis cavilaciones introspectivas. Pero luego a la inversa, tú me cuentas animada que hay posibilidades de que apoyen el proyecto de tu dependencia para brindar apoyo informativo a los padres de niños con síndrome de Down y que estás incluida como participante. Me dices que si se concreta te daría mucho gusto porque trabajarías en el campo de tu real interés, que el director del proyecto es muy capaz, pero que tienes algunas sugerencias importantes para mejorar la propuesta, que solicitarías el apoyo de algunas de tus compañeras, que fulana es experta en esto, que zutana es experta en aquello… y confieso que si bien advierto tu animosidad, en realidad sólo escucho palabras a las que no doy la adecuada conexión y respondo sólo con  —ajá, mmm, qué bien, sí claro. Pero cada quien en su mundo, porque coincidentemente en ese momento estoy totalmente metido en la relectura de Rayuela con el drama de la Maga por la muerte de su hijo Rocamadour y la falta absoluta de sensibilidad de Oliveira. Perdóname Liz, pero ante las circunstancias novelescas que describe Julio Cortázar no me puedo concentrar en lo que dices.

Vuelves a la cama y te recuestas; normalmente siempre has tenido una gran facilidad para dormir, como si tuvieras un enchufe y zas, te desconectas y vuelas al mundo de tus sueños que no acostumbras contarme, excepto cuando en ellos te sucede a ti, o a mí, o a alguien que nos es querido, o al menos próximo, algo malo, algo fatídico, un accidente, una situación desagradable o misteriosa, por esa superstición de que si los sueños se cuentan lo que en ellos sucede dejará de tener la probabilidad de volverse realidad.

Ya estás dormida, plácidamente dormida, me levanto de la cama para apagar la luz, si bien el televisor sigue encendido y recorro de uno en uno los ochenta canales disponibles, casi sin detenerme, una ruleta con un ojo sensor más rápido que la vista, que con un mecanismo que no tengo bien determinado selecciona de pronto donde frenarse, tal vez la entrevista de un personaje conocido, los comentarios sobre el trending topic del día, la escena de una película clásica, un panorama devastado por los cambios de clima. Después de la medianoche y con Liz dormida, el ojo sensor explora los dos o tres canales que transmiten películas de dos X, pero vigilando que Liz no se despierte porque confieso que tengo ciertos escrúpulos, los que nunca me han permitido compartir este tipo de escenas con Liz. No lo considero moralina, sencillamente no me parece una práctica de nuestro estilo como pareja, tampoco lo considero una absoluta indecencia. Algunos amigos platican sobre el uso de pornografía para excitarse con su pareja y está bien si así les aprovecha. Nosotros, y creo estar en lo cierto si lo menciono en plural, en realidad no hemos necesitado de esto, me basta con tener cerca de mí a Liz.

Apago el televisor, la luz de la luna filtrada por la ventana contrasta con su oscura silueta, me acerco y observo su rostro tranquilo ¡cuánta fragilidad humana!, está inerme, totalmente indefensa, desvalida. Paso mi dedo índice sobre su nariz, rozándole apenas el perfil, como un pincel delicado que va trazando al óleo una línea sobre la tela, y ella alejada en los planetas oníricos, existiendo fuera de las tres dimensiones ordinarias, no se percata en absoluto del devenir del entorno inmediato, su respiración es pausada, se advierte en las inhalaciones y exhalaciones de aire en las fosas nasales y en el vientre que se expande y comprime con un ritmo regular, su cuerpo tiende a una posición fetal, quieta, casi inmóvil, si bien parasimpáticamente estira o encoge un brazo o una pierna, o emite la onomatopeya de una serie de ronquidos, se pasa la mano por la boca y se reacomoda, los ronquidos ceden y vuelve entonces a su respiración normal.

*

Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos.

Antoine de Saint-Exupery