
A veces, olvidaba que su nombre era Iván, todos lo conocían como “El Tuercas”, tenía una casa demasiado grande para él solo pero muy pequeña para contener tantos tesoros. La llamaba “El santuario de la almas invisibles”. Desde que era un niño, podía sentir el alma en cada objeto que encontraba, y el dolor de los mismos cuando después de un tiempo eran desechados sin miramientos.
Años escolares terminaban e iniciaban, maestros iban y venían y el veredicto de cada uno era más o menos igual: “necesita atención psicológica”. ¿Cómo era posible que llorara con tanta tristeza cuando el lápiz terminaba consumido después de tantas letras trazadas? ¿Por qué recogía del piso las envolturas, los objetos, las cosas olvidadas y las besaba, y les hablaba, y las depositaba en alguna mesa prometiéndoles que estarían bien como si se tratara de bebés indefensos? No, aquello no era normal.
Cada vez que su madre era citada, la veía salir de la oficina del director con la cabeza baja, las lágrimas surcando su rostro y esa mirada triste, perdida y vacía intentando responder ¿por qué?, ¿por qué no pudo tener un hijo… como todos?
Iván aceptó y se sometió pacientemente a cuanto tratamiento, terapia y medicamento le imponían. Se llevaba a la boca resignadamente las píldoras recetadas para controlar “su ansiedad” para después escupirlas en cuanto su madre daba media vuelta. ¿Por qué simplemente no lo dejaban ser él mismo? ¿Por qué era tan malo amar a los objetos? De manera que creció fingiendo ser lo que no era para tranquilizar a todos aquellos que le rodeaban, hasta que cumplió la mayoría de edad y pudo escapar de aquel pueblo.
Se ganaba el sustento reparando objetos. Tenía una maestría inigualable para regresar a la vida útil lo que estaba destinado a la basura porque se había convertido en inútil al descomponerse, y de esta forma, pudo hacerse de un terrenito, ir construyendo una casa para después darle vida a su Santuario de la almas invisibles.
Libre de vigilancia, de terapias y pastillas controladas tomaba su camioneta desvencijada y conducía hasta el tiradero para apostarse al lado de las docenas de pepenadores que esperaban la llegada de los camiones recolectores para llevarse el material reciclable que pudieran encontrar entre los desechos. Iván se metía entre los montes de basura pero no para buscar el cartón, el vidrio o el aluminio entre las bolsas, sino para rescatarlos a ellos, a los objetos con alma que habían sido arrojados al exilio y a la muerte lenta y cruel entre el mal olor y los desperdicios.
Así fue como encontró el violín con el puente roto y la rajadura en la madera que todavía estaba húmedo de tanto llorar cuando lo tomó entre sus manos. Y también de ahí vinieron Epifanía y Remigio, las muñecas de porcelana que tenían las piernas rotas y permanecían gimiendo entre las cáscaras podridas de los plátanos y las servilletas arrugadas y sucias. También el radio que ya no sonaba porque tenía el cable roto, y el vestido rojo con una mancha de tinta en el centro. Y Eulogio, el carrito de cuerda; Patricio el teléfono que todavía mostraba en la pantalla el último mensaje recibido: “Perdóname”; y el libro de poemas carcomido por las polillas; el anillo con un diamante de gran valor monetario pero que él recogió para rescatarlo de la humillación de estar en el fango después de una vida de lujos y ostentación en la que era lucido por una mano fina, hermosa y de gruesas uñas pintadas de carmín.
“El Tuercas” entraba cada día al santuario con un nuevo miembro bajo el brazo o entre sus manos. Lo limpiaba cariñosamente mientras hablaba con él, lloraba con él y escuchaba sus historias y tristezas. Finalmente, los reparaba poniéndoles una pierna nueva, otros botones, pintura, o cualquier cosa que les hiciera falta para que la autoestima de los olvidados regresara a ellos. Y solo entonces les asignaba un espacio en el santuario, un espacio que desde aquel momento sería por siempre su hogar. Por la noche, antes de irse a dormir les deseaba las buenas noches a todos prometiendo que nunca jamás serían abandonados de nuevo. “No están solos” les susurraba al apagar la luz, y se iba a la cama sintiéndose satisfecho y feliz.