Entre caminantes te veas

Entre sueños y hervores

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Cada vez que Isaura echaba las tortillas su imaginación volaba y se perdía al ritmo de las palmadas que con rapidez convertían la bola de masa en un círculo perfecto, delgado y suave al que dejaba caer con el cuidado de una experta sobre el negro comal caliente. Detenía un poco sus pensamientos cuando alguna de las tortillas se inflaba al cocerse…”eso es porque alguien se ha enamorado de ti” solía decirle Madre. Cada día al menos una docena de tortillas se inflamaba con el abrazo del calor, sin embargo, nunca un enamorado llegó a las puertas de su casa con intención de pedir su mano.

Cincuenta años después su larga trenza nevada bajaba hasta su cintura coloreada con los listones aprisionados entre los mechones de cabello. Los surcos de su rostro se endurecían cuando la recordaba: Madre había sido el ángel salvador que llegó a cobijar sus existencias. Isaura tenía apenas cinco años cuando su madre biológica murió, ya no recordaba su rostro, ni el calor de sus manos sobre sus mejillas; tan sólo sus gritos en medio de la agonía luchaban por seguir siendo parte de sus pesadillas. En ese entonces Luciana tenía 2 años. Isaura todavía creía sentir las mejillas húmedas de su hermanita apretadas contra la suya, mientras ambas rezaban temblando de terror. Pero ni el miedo ni la oración impidieron lo inevitable.

Lo que siguió fueron días tan oscuros como la noche, pero sin las estrellas, muchas lágrimas silenciosas fueron derramadas, muchos besos lanzados por bocas infantiles en la frialdad de la noche se rompieron al estrellarse con las paredes incapaces de encontrar un destino mejor. Hasta que un buen día, su padre llegó con ella. Apenas la vio, Luciana corrió a sus brazos llorando y gritando: “Mamacita ¿por qué tardaste tanto en regresar?”

Desde entonces Madre vivió con ellas y para ellas. Les enseñó todo lo que una mujer debe saber: fueron expertas en batir el chocolate y en quebrar el maíz, en echar las tortillas y batir la masa para los tamales, en hablarle a los frijoles mientras se cocían en la olla de barro para que salieran gorditos y sabrosos, aunque luego eran reventados entre la manteca, la cebolla y el epazote. Supieron lavar la ropa y hacer un planchado impecable, así como también eran capaces de dejar el piso de tierra tan pulcro que parecía de cemento… pero jamás aprendieron a trazar una sola letra, nunca supieron leer. Ese privilegio solamente lo tuvo Ramón, el niño que Madre y Padre engendraron después. Ellas eran solamente mujeres, no tenía caso enseñarles nada de eso porque estaban hechas para el quehacer, todo lo que necesitaran saber estaba entre las escobas y el jabón, no entre las libretas y los lápices.

Sin embargo, Isaura contemplaba en secreto los libros que su hermano traía de la escuela, miraba las ilustraciones como si se tratara de un fantástico acto de magia. Para ella algunas letras tenían forma de pájaros y otras de ciervos, algunas se amaban y otras estaban peleadas, las habían que corrían mientras otras se quedaban dormidas. Cuando Ramón, estudiaba y leía en voz alta silabeando las palabras a Isaura le parecía que su hermano cantaba y la hacía soñar.

Al final del día, con esas manos temblonas que le impedían servir el café con piloncillo sin derramarlo sobre el comal, llevaba a la habitación de su hermano el pan recién horneado junto con el jarro de barro humeante y oloroso, le gustaba sentarse en el tapete cerca de él, entonces pedía con esa voz dulce y calmada: “lee… lee otra vez la historia que escribió ese señor Rulfo, aquella en la que todos estaban muertos sin darse cuenta…” y Ramón, paciente y obediente comenzaba a leer con su voz de hombre arrastrando las palabras para que su hermana las saboreara mejor: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía m padre, un tal Pedro Páramo…” Entonces Isaura apoyaba su cabeza en las rodillas de Ramón y lloraba en silencio entrecerrando los ojos, a la par que él leía ella soñaba despierta, soñaba que nacía hombre… y que al fin podía leer.