Una Colorada(vale más que cien Descoloridas)

Perdónalos, no saben….

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(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

Apenas el viernes, pudimos constatar cómo es que los seres humanos gustan de observar la muerte. Morir es algo que nadie desea y de este impulso han surgido búsquedas e investigaciones —filosóficas, médicas y hasta monstruosas— para encontrar la manera de burlar este paso final de la vida. La angustia producida por la muerte se ha enfrentado histórica y antropológicamente de muy diversas maneras, desde evadirla mediante la negación y la ausencia, hasta mitificarla —en monumentos que al final del día no hacen nada por el difunto aunque dejan a los vivos muestras maravillosas de su arte— pasando por convertirla en espectáculos macabros y morbosos.

En México, nuestra tradición de calaveras de azúcar, luego de trastocarse en comercio vacuo, dio paso al rito de la “santa muerte”, en el cual “la pena” por el deceso ha desaparecido de la misma forma en que parecen haberse ido los remordimientos en toda una generación que roba, ultraja, secuestra y asesina. Los espectáculos de ahorcamiento o decapitación de la antigua Inglaterra, se han sustituido en su otrora colonia por sillas eléctricas o muertes por inyección de sustancias letales dando la impresión que al tomar el ser humano en sus manos el final de la vida de facto se abona a la justicia.

Algunas culturas alivian el miedo prometiendo el acceso a una dimensión perfecta, luego de sucesivas reencarnaciones o todo un proceso de asimilación energética con los bosques, los mares o los animales y, en el colmo de la perversión, históricamente alguien se inventó la posibilidad de pagar las “penas” con bienes materiales o servicios personales. De hecho no sé de algún rito religioso, sin referencia a la muerte y en medio de todas las explicaciones la ofrecida por la cristiandad es quizá la que más se apega a una realidad que produce pena: “por cuanto todos pecamos estamos destituidos de la gloria de Dios porque la paga del pecado es muerte”.

Dejar la reflexión hasta aquí, nos permitiría imaginar que la muerte de Luis Donaldo Colosio que apenas el 23 de marzo ajustó 22 años de ocurrida, fue un acto de justicia política por cargar sobre sí quién sabe cuántas culpas inherentes a la política y la de los civiles que huyen de Irak o Siria, ¿quizá sea un ajuste de cuentas por su conciencia musulmana ¡¿!?

¿Cómo enfrentan la muerte millones de seres humanos que en el recuerdo del sacrificio de Jesús de Nazaret, han visto su imagen ensangrentada y clavada en miles de cruces en derredor del mundo? ¿Qué mueve a otros tantos de miles a flagelarse, sangrar el propio cuerpo y en casos extremos hasta crucificarse como hacían los romanos con los más viles ciudadanos o los peores enemigos? ¿Los que hoy observan este rito son capaces de sentir su propia pena? Su vanidad y orgullo de una supuesta superioridad “por no creer en las religiones” ¿Justifica la injuria[1] en contra de los que sí creen?

En términos humanos —psiquiátricos, emocionales etc.— es posible entender cómo la imagen de un líder a punto de ser sacrificado estimula pasiones negativas como la decepción o el enojo; el relato evangelístico da cuenta de cómo ni uno de los seguidores de Jesucristo se hizo evidente en los patios de tortura ni mucho menos en el camino al Gólgota.

Al final del día —en la hora sexta— aquel que les permitió ver curaciones, expulsión de demonios, mensajes multitudinarios y hasta milagros como la multiplicación de los alimentos, estaba ahí, colgado, muerto, solo. Nadie ha dicho que su espíritu salió para deambular por el planeta. Pero en hechos posteriores a este fatídico día, diversos testimonios nos hablan de que él cumplió su promesa de vencer a la muerte pagando así nuestras penas y luego presentarse para recordarnos el gran acto de misericordia con el cual nos había redimido.

“Perdónalos que no saben lo que hacen”, expresó ese rostro molido por lo golpes, la tortura y el dolor, mientras unos lloraban a lo lejos, otros jugaban al pie de la cruz, unos pocos meditaban acerca de la verdad o falsedad de su esencia y unos más se burlaban por no haber visto su rescate por “los Ángeles”. Esa súplica al Padre ¿alcanzaba a los verdugos de la inquisición, los súbditos ingleses y europeos en general que hacían de las ejecuciones un espectáculo o a los secuestradores, rateros, comerciantes de personas, violadores de niños y mujeres del siglo XXI?

No se cuenta con evidencia de que su cuerpo haya sido robado, tampoco de que fue sanado y continuó su prédica en otras latitudes. Los relatos —religiosos y de referencia— hablan sí de su resurrección, de un hijo de Dios vivo, pleno de amor y de gloria, dispuesto a infundir ánimos, no solo en quienes le siguieron y luego se escondieron, sino aun en aquellos que le negaron o se mofaron. Un Dios justo que sabe de la paga del pecado pero; “no quiere la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva”. ¿Será esto verdad o es como suponen algunos credos, un simple hombre extraordinario o un destacado profeta? Lo que cada quien responda a esta pregunta es algo totalmente inscrito en el ámbito individual; pero al igual que muchos millones de hombres y mujeres de fe, yo deseo creer que gracias al ruego de un Jesús vivo he sido perdonada aun por lo que hice mal —sin saberlo o a la necia— y anhelo que muchos más, aun los muy malos, elijan seguir a un Dios vivo con el poder suficiente para cambiar la existencia y el destino final de quien le acepta.

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[1] La prudencia bíblica parece tratar con extremo amor y perdón a quienes ofenden gravemente, insultan o se burlan en una hostilidad que en nada abona a la armonía y la paz.