El Laberinto

A dos de tres caídas

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Para Miguel

(Foto: Especial)
(Foto: Especial)

El domingo fui a la arena a ver lucha libre y por primera vez me dejé llevar por el ambiente del lugar haciendo bromas sobre los atuendos, cuerpos, personalidades y acciones de los luchadores; apoyando a muerte a mis favoritos, emocionándome con cada maniobra triunfadora y sufriendo cuando los tenían contra la lona además de corear con el resto de los espectadores los cantos de indignación o de aliento. Fue una excelente decisión.

Hay mucho que ver dentro de una función de lucha libre, arriba y abajo del cuadrilátero, pues todos tenemos un papel dentro del juego, los luchadores crean un personaje, de acuerdo a sus parámetros y conocimientos, que satisface sus aspiraciones y llena su ideal de héroe o antihéroe y se preparan para representarlo de la mejor forma, con el objetivo de pelear con el resto pero también de ganarse o echarse encima al público.

Es admirable la conjunción de talentos que necesitan estos individuos, hacen malabares con el deporte, el diseño de modas, la psicología y la actuación, sin contar que además arriesgan su pellejo en el intento. No por nada “Botellita de Jerez” dice en su canción sobre el Santo: “Hay hombres que luchan un día y son buenos, hay hombres que luchan un año y son mejores, hay quienes luchan muchos años y son muy buenos, pero los hay quienes luchan todos los domingos… ¡Esos son los chidos!.”

Por otro lado los que nos ubicamos en las gradas, experimentamos la empatía que nos despiertan aquellos a los que apoyamos, ya sea que nos agrade su personaje o sus circunstancias, y ésta nos lleva a proyectarnos en ellos y en compartir los vaivenes de la lucha, apropiándonos de su identidad para por un rato olvidarnos de nuestra propia realidad y desquitar nuestras frustraciones desde la comodidad de los asientos de cemento.

A pesar de que en apariencia el ambiente era violento, al abandonar la arena me sentía mucho más feliz y relajada y debo mencionar que no era la única, luchadores, espectadores, vendedores e incluso los odiados réferis, traían una sonrisa de oreja a oreja y una actitud sorprendentemente amable, como si en cada golpe, vuelo o mentada hubiésemos sacado todo lo malo. Es más barato que el psicólogo y se puede beber cerveza.