Candil de la Calle

Un pleito callejero

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(Foto: Archivo)
(Foto: Archivo)

La delegación del Instituto Nacional de Antropología e Historia (con el actual delegado Sergio Tovar, vale la aclaración) lleva meses poniendo el dedo en la llaga en un asunto de la vida pública capitalina que fluctúa entre la oferta turística, la imagen urbana y la preservación de la zona de monumentos en esta ciudad, Patrimonio de la Humanidad:

La colocación de mobiliario, mesas y sillas, por parte de establecimientos que antes funcionaban puertas adentro, en las plazas y calles del Centro Histórico.

El tema tiene también su aderezo: es la parte de las componendas entre funcionarios y empresarios prestadores de servicios turísticos, o funcionarios metidos a empresarios y empresarios que han ocupado cargos públicos, una mezcla siempre llevada al límite entre lo legal y lo ético, con frecuencia sobre la raya o cruzando la misma.

(Ah: empresarios patrocinadores de campañas de funcionarios también entran en la clasificación).

En su más reciente incursión en lo que se llama aplicación de la ley (en este caso, la aplicación del Reglamento de la Ley Federal sobre Zonas y Monumentos Arqueológicos, Artísticos e Históricos) emitió 21 dictámenes elaborados por un perito adscrito al Centro INAH en Guanajuato, a propósito de “la proliferación de mobiliario de mesas y sillas que se encuentra invadiendo la vía pública”.

Recordemos que fue en tiempos en que el hotel Posada Santa Fe era propiedad o estaba a cargo de un prestador de servicios de médula priista, cuando este hotel inició la carrera sin fin al sacar las primeras mesas y sillas al Jardín de la Unión, prácticamente sin ningún problema. A este negocio le siguieron otros de al lado, como el Bar Luna.

Y párele de contar.

Inicialmente, el tema se circunscribía al Viernes de Dolores, cuando en este hotel se comenzó a servir un “tradicional desayuno” que en realidad es un acto de la clase política que invita a algunos representantes de la sociedad capitalina a departir cómodamente sentada y del otro lado de la valla mirar a “todos los demás” apretujarse alrededor del Jardín Unión haciendo el ritual del paseo de las flores.

Pero el mobiliario llegó para quedarse, y fue discrecionalmente otorgado por una administración y otra, sin que quedara muy claro condiciones de los permisos, criterios, circunstancias.

La fuerza de la costumbre sí hace verano, y los habitantes de la ciudad fuimos acostumbrándonos, adaptándonos, haciendo uso, disfrutando o sufriendo estas instalaciones.

Pero como ocurre siempre, a la costumbre le sigue la conchudez, y luego la ambición y se busca la forma de brincarse las trancas y tomar riesgos a costa de la legalidad. Y un día, había mesas, sillas, toldos y mecates obstruyendo un paso a un costado del Teatro Juárez y amarrados al barandal de este edificio monumental. Y cada mañana, unos centímetros más se le iban ganando a la explanada que rodea al teatro, horadando su majestuosidad y ridiculizando su entorno con sombrillas cada vez de mayor tamaño.

Es probable que de haberse limitado, delimitado y acatado estrictamente reglamentos y normatividades, hoy no se estaría discutiendo con tanta enjundia el tema y los dictámenes del INAH, que de por sí ha sido contundente en mandar el mensaje de lo violatorio que resulta la instalación de gran parte de este mobiliario, no se verían tan enérgicos en los parámetros que señalan que, sin lugar a dudas, los excesos en la disposición del espacio público son muchos y deben corregirse.

Usarlos o no, no es el problema. Es una elección. Que nos gusten o no, igualmente.

Que las autoridades regulen su instalación y los empresarios de servicios acaten esa regulación porque nuestra ciudad tiene unas características por las que aplica una normatividad especial, no es optativo ni se debe dejar al contentillo.