Entre caminantes te veas

LA BRUJA DE LAS PLANTAS

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No había nada que los niños del Barrio disfrutáramos más que jugar futbol, para ello aprovechábamos la parte media del callejón –la más plana- para organizar los partidos. El frente de la casa de Doña Cirila –la bruja de las plantas- era  ideal para  la portería ya que ésta quedaba perfectamente delimitada entre el poste de la luz y la canasta de fierro elevada en dónde depositaba la basura cada mañana.

fghLa casa estaba atestada de plantas y macetas de talavera desde la entrada hasta el techo pasando por cada uno de los balcones: Dalias, rosales, malvones, margaritas, azucenas, arbustos, aretes, cactus, alcatraces… Había de todo en esas macetas que se abrían espacio entre los ladrillos de la construcción y entre los barrotes de la entrada.

Doña Cirila consagraba su vida a sus plantas. Nunca nadie la visitaba y los vecinos pocas veces le dirigíamos la palabra porque ella siempre tenía un gesto adusto capaz de atemorizar al más valiente. Los niños le temíamos, porque cada vez que un balón caía en su jardín o en su balcón, salía con el ceño fruncido y en silencio lo decomisaba.

Ninguno de nosotros éramos ricos, más bien, nuestras familias a duras penas salían adelante, de manera que conseguir un balón –muchas veces medio ponchado- era un acontecimiento digno de festejarse por todo lo alto, pero cuando éste invariablemente terminaba en los dominios de la bruja el gusto se volvía más que susto o disgusto: tristeza infinita, impotencia, coraje.

Al salir del Colegio, podíamos verla con su bata blanca de flores rosadas regando sus plantas y hablándoles como si estuvieran vivas.

Nunca iba a misa, jamás participaba en los eventos de la comunidad, y por supuesto, no saludaba a nadie. La bruja de las plantas era un ser misterioso y apartado que vivía en el silencio.  De hecho, había varias leyendas  inventadas por nosotros mismos que incluían el que las plantas eran las almas de las personas que embrujaba; o que fingía hablar con ellas cuando en realidad estaba dialogando con los espíritus…no importaba la versión, el resultado era  el mismo: era bruja y hacía hechizos. Motivo más que suficiente para que ninguno nos atreviéramos a pedirle los balones decomisados ni intentáramos algún tipo de acercamiento por miedo a quedar convertidos en sapos.

602298_340449929387739_1102259691_nUna tarde después de la escuela a todos nos sorprendió encontrar las puertas de su casa abiertas de par en par y gente dentro de ella. Doña Cirila tenía ya tres días de haber fallecido sin que nadie se diera cuenta de su ausencia. Lo que alertó a los vecinos fue el peculiar olor que comenzó a invadir el callejón y que salía de su casa. La verdad es que la señora no era santo de nuestra devoción, pero creo que  nos movió su muerte, en especial cuando al siguiente día llegó su hijo a tomar posesión de la casa y sus objetos personales. Un hijo que era ya un señor de la edad de mi papá por lo menos, y del que nadie sabía su existencia porque nunca iba a visitarla. Estuvo solamente tres días en la propiedad de “la bruja” tiempo suficiente para tirar a la calle las macetas con todo y plantas –hecho que aprovecharon todas las señoras para recogerlas y llevarlas a su casa- las plantas de doña Cirila eran admiradas y envidiadas por todas las mujeres del barrio incluyendo mi propia madre, quien rescató del abandono a media docena de ellas.  El hijo una vez que hubo tirado y saqueado la propiedad la  cerró con sendas cadenas y candado y se fue sin mirar atrás.

Tardamos un tiempo en volver a jugar futbol frente a la casa, la primera vez que un balón voló al patio de la bruja después de aquello contuvimos el aliento esperando a que saliera con esa frente fruncida para llevárselo al interior. Pero no sucedió nada entonces ni pasó después. Durante años la casa estuvo sola, cerrada, muda y sin planta alguna que alegrara la vista al mirar hacia ella. En el balcón de mi recámara quedó una maceta con malvones rojos que fueron de su propiedad. Al principio los miraba su silenciosa existencia, su mutismo, su incapacidad para expresar sus sentimientos y entonces comprendí por qué Doña Cirila las amaba y cuidaba con tanto esmero.

No sé cuándo comencé a hacerlo, pero de pronto me descubrí hablándole a las flores como lo hacía ella. Una vecina desconocida, a quien le tuve miedo, pero que a final de cuentas no fue sino una mujer que murió sola esperando la visita de un hijo que nada sabía de su propia madre.