Entre caminantes te veas

Deja vu

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El rastro como sacrificio y analogía del mundo en que vivimos.

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Su madre solía cantarle para que se durmiera la clásica canción de cuna: “A la roro niña, a la roro ya, porque viene el coco y te comerá”. Para Maura el coco tenía un aspecto bien definido y una ubicación exacta: estaba en el primer piso de la casa en que vivían, dentro de la carnicería de su papá.

En general, su infancia fue feliz, sus padres eran buenos y les gustaba tener hijos: en total tuvieron 6 contándola a ella, sin embargo, sus días de niña transcurrieron entre cadáveres congelados y charcos de sangre. Su padre, al igual que sucedió con su abuelo, consagró su existencia a la venta de carne y esa actividad les permitía vivir con algunos lujos y sin carencias. Tenían una casa grande y confortable, dos camionetas, vacacionaban con frecuencia y la comida nunca escaseó en casa. Pero para Maura, crecer entre cuchillos y ante la vista de los ojos  fríos y sin vida de los puercos cuya cabeza pendía de un filoso gancho en el techo no era para nada agradable.

No comprendía la sangre fría de los empleados y de su propio padre escuchando música a todo volumen mientras deambulaban en medio de los cadáveres y los rostros sin vida de sus víctimas. Después se dio cuenta de que el bullicio y el ruido eran necesarios para tolerar los gritos silenciados de las víctimas y hacer más llevadero el aroma del dolor y las manchas de sangre en sus mandiles.  

Muchas noches se despertó sudorosa y agitada después de angustiosas pesadillas en las que los cuerpos destazados de las reses cobraban vida y la perseguían y los pollos clamaban justicia por la mutilación de sus cuerpos. Juró que ella al crecer sería distinta, que sus manos jamás se mancharían con carne destazada.  

Los años transcurrieron, como suele suceder, y la infancia dio paso a la adolescencia, y ésta a la adultez. Atrás quedaron las pesadillas y propósitos de Maura. A veces, cuando el plato con lomo en salsa de ciruela le esperaba en la mesa recordaba vagamente aquellos años en los que le costaba trabajo hasta pasar el bocado y su conciencia infantil le gritaba que estaba siendo ella también un verdugo. Sonreía al pensar en lo absurdo de los primeros años de vida y saboreaba el exquisito platillo acompañándolo con una copa de buen vino y música suave de fondo. Después de todo, reflexionaba, la vida es eso: el sacrificio de unos para el bienestar de otros.

Años de estudio y preparación la llevaron al éxito. Un puesto público tras otro, cada uno mejor que el anterior. Aquella vida no tenía comparación con la de su padre llena de sacrificios y esfuerzo, levantándose a las 4 de la mañana para alcanzar las piezas recién sacrificadas y  terminar la jornada cansado, oliendo a muerte. Ella en cambio, vivía en la opulencia,  gozaba de privilegios y reconocimiento, olía a perfume francés. La política le daba para eso y mucho más, pero además era una actividad sumamente desafiante. Encontrar siempre caminos y respuestas magistrales para evadir los conflictos, para dejar en eterna espera a los demandantes mientras los eventos sociales ocupaban y llenaban su agenda y los flashes de la cámara encendían y apagaban incesantes, era parte de su cotidianeidad.

Esa mañana el chofer pasó más temprano que de costumbre, era Día de Reyes, Maura iría a regalar pelotas a una comunidad en la Sierra. Un Deja vu la recorrió cuando al estar entregando las pelotas a los niños formados, comenzó a observar a las personas en la fila. Mujeres y hombres de campo, con las manos ásperas de tanto trabajar y el rostro ajado de tanto penar. Flacos y desgarbados y sus ojos con esa mirada perdida, fría, ausente… igual de muerta que las reses en vilo que tanto atormentaron su infancia. La mirada pesada de un matrimonio conocido la obligó a voltear en su dirección, los conocía bien, eran unos de los muchos que no sabían el paradero de sus hijos, ninguno de los cinco que engendraron. Ella les decía que estaban sobre la pista de los secuestradores, que pronto todo se solucionaría, pero la verdad es que no pensaba moverse un ápice para hacer justicia. Sería sacrificar la seguridad de triunfo de las siguientes elecciones. La pareja estaba convertida en un par de seres muertos en vida. Maura se estremeció.

Los vehículos oficiales tocaban música a todo volumen mientras se realizaba la entrega de los obsequios a esos chiquillos que como pollos se arremolinaban alrededor gritando.  Entonces  se preguntó por un segundo antes de sonreír para la foto, si en verdad había logrado liberarse de esa herencia carnicera de familia.

Hay tantas formas de asesinar, y no todas implican llenarse las manos de sangre, hay ejecutores  impecables que jamás arruinan su manicura. También hay muertes que no requieren literalmente de un cadáver de por medio. Hay tantos tipos de carniceros en este mundo, y tantas personas almorzando de alguna manera los restos acompañados de un buen vino y música suave para amenizar el ambiente, que a veces es necesario preguntarse si habitamos un planeta o un rastro enorme en el que tarde o temprano seremos llamados al sacrificio.