Entre caminantes te veas

DOÑA JUANELA

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De la bondad y amor de Doña Juanela a su prójimo, aún después de pasar a mejor vida.

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Para Juanela el día comenzaba antes de que saliera el sol. Siempre limpia y bien peinada salía de casa en medio de la obscuridad vistiendo una falda larga, delantal encima de la blusa, sandalias de cuero calzando sus pies morenos, el cabello entrecano trenzado con listones de colores vivos. El rostro limpio, los ojos con la pena reflejada.

Con sus manos fuertes, acostumbradas al trabajo duro comenzaba a remover la tierra y a hablarle a las semillas para conminarlas a crecer muy pronto y dar fruto. Cuando terminaba su labor, se dirigía al templo para escuchar la primera misa del día buscando un consuelo a sus tristezas. Rezaba en voz alta, y lo hacía con tal devoción que era imposible no sentirse contagiado de aquella fe inmensa que poblaba su ser. Impresionaba su grandeza de alma y la fuerza de su personalidad: humilde pero al mismo tiempo soberbia.

No solo era una líder nata y excelente rezandera sino que en silencio llevaba a cabo una noble labor: todo el año recababa ropa usada, cobijas, juguetes y lo que llegaba a sus manos para llevarlo el Día de Reyes a los niños más pobres, los que viven en los ranchos y que apenas si cuentan con un techo. Era conocida entre la gente porque además iba con frecuencia también a las casas y comunidades para llevarles la palabra de Dios y enseñarlos a rezar. Todos eran sus ahijados, no había un solo niño o niña que no la quisiera como madrina para su Primera Comunión, a lo que ella accedía gustosa y llena de orgullo. Nunca pudo concebir un hijo propio, y sin embargo, sus brazos jamás dejaron de acunar y ser refugio seguro de bebés y chiquillos.

Cuando el tiempo de la cosecha llegaba, Doña Juanela abría las puertas de su propiedad a todo aquel que quisiera entrar, y con las verduras y frutas cultivadas preparaba sendos guisados que ofrecía generosamente a quienes se acercaban a su huerta. La gente se arremolinaba a la puerta esperando entrar, algunos sintiéndose agradecidos, otros llegaban exigiendo; muy pocos entraban aportando a su vez alguna cosa para la convivencia. Pero ella igual iba de un lado para otro procurando a todo el mundo y llevando y trayendo lo necesario para que nada les faltara. A ratos echaba tortillas, a ratos removía las cucharas de las cazuelas pero nunca dejaba de estar en movimiento.

Aquella mañana, cuando uno de sus ahijados pasó a recogerla frente a la glorieta, la encontró recargada en un portón, con su rostro limpio evidenciando los surcos que las huellas del tiempo habían marcado en él, su cabello largo trenzado cuidadosamente entre listones de colores, su delantal, la falda amplia, las sandalias de cuero, los ojos bondadosos y cristalinos, su piel tostada por el sol y partida por la tierra que con tanta paciencia cuidaba, se veía pensativa, más triste que de costumbre. Tal vez presentía que aquellas eran sus últimas horas de vida.

Momentos después, ambos, ahijado y madrina, estaban muertos. Un accidente carretero terminó con su existencia. Finalmente Doña Juanela se fue a ese cielo del que tanto habló a todos los que dedicaron un tiempo para escucharla, y seguramente está al lado de Dios porque no puede ser de otra manera.

Si algún pintor hubiera reparado en ella cuando estaba viva seguramente le habría hecho un retrato hermoso que reflejara esos colores brillantes en su pelo y su rostro netamente mexicano, las manos justas y buenas, la mirada triste pero llena de paz.

Como ella misma solía declarar con aquella sabiduría nata: “Podrá uno escapar del trueno, pero nunca de la muerte”. Hay caminantes que dejan a su paso una luz que perdura y un recuerdo que jamás perece.