Ecos de Mi Onda

Historietas en el Retrovisor: Indolencia Existencial

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Las cavilaciones existenciales de los jóvenes universitarios de los años 70´s

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El hombre es un egoísmo mitigado por la indolencia
Fernando Pessoa

 

Guanajuato, septiembre de 1974

Otro nuevo día acomodado en la cama, fingiendo que nada ocurre, que todo me es indiferente. Con los ojos cerrados recorro el cuarto, espacio reducido de una casa vieja como de cuatro metros de ancho por cuatro de largo, vigas de madera, las paredes altas pintadas de color marfil, un foco de 75 watts colgando de un alambre, una mesita en la que acomodo mis apuntes y mis pocos libros, una cama individual, un entresaque en la pared a manera de closet con un tubo y ganchos para colgar la ropa, cuatro pósters en la pared, uno de John Lennon tocando su piano blanco, otro en blanco y negro de una chica desnuda en una bicicleta como una moderna Lady Godiva, otro más con la portada del disco de Abbey Road y el de Farrah Fawcett, lindo rostro y espléndida sonrisa, melena rubia impresionante, traje de baño rojo, todo un sueño.

Cambios constantes y escenarios ilusos, adormilado Claudia invade mi mente con impresiones gratas. Fantaseo que me abraza y la acaricio con ternura, mis dedos describen su perfil, toco sus labios entreabiertos, la barbilla, el fino cuello, la imagino desnuda, pero desecho las imágenes, no puedo envolverla en estos pensamientos y prefiero que continúen las caricias inocentes, los besos de su fresca boca de miel,  recuerdos vivos de mi propiedad, nadie me los puede quitar.

Es verdad, ya son meses de frialdad, me escatima su presencia que me falta como el aire. Casi no la veo y cuando nos vemos se queda callada. Doy por sentado que ya me tronó, aun cuando esto no sea, digamos, oficial, pues no lo he oído de su propia voz. Pero además intuyo que le pasa algo serio y me frustra que no me lo diga, que me haya perdido la confianza. Entonces me sumo más en la inercia, evadiendo la realidad con ensueños que mitigan mis continuas ansiedades y navego en nuevas fantasías, escenarios aleatorios sin sentido ni de tiempo, ni de espacio. De pronto me encuentro frente al mismo Dios, como Adán sorprendido comiendo del fruto prohibido, in fraganti con estos pensamientos, y le presento mis disculpas balbuceando una oración. Claro que soy hipócrita, pero cómo no serlo con el reflujo de esta angustia existencial. Le pido perdón por mis debilidades e imploro Dios mío, ayúdame, confieso que estoy mal, te prometo que voy a enderezar el camino, pero ayúdame a resolver todos estos problemas que me agobian.

Ahora estoy aplastado por un enorme libro, intentando zafarme para ponerme de pie y tratar de darle vuelta a unas hojas gigantescas con gráficas y tablas, cruda realidad que subraya con rojo la necesidad de estudiar y aprobar a como dé lugar el examen extraordinario definitivo, no puede ser de otra manera. Me abruma pensar en mis padres y lo defraudado que se sentirían si les fallo. Mi mamá se llenaría de tristeza y mi papá, no sé, con sus graves problemas financieros, se enojaría, me regañaría, tal vez me llamaría inútil y fracasado, como para pensar que cumple así con su función de padre, aunque sé que no lo diría con verdadera intención, sino sólo como una reacción en medio de su abatimiento.

El estado de angustia no me hace levantar y entre cavilando y soñando me convenzo que creo en Dios. Algunos amigos alardean de ateos y se identifican, según ellos, con el concepto marxista de la religión como el opio del pueblo. Pero se asoman a estas ideas, no por un ejercicio intelectual, sino sencillamente a través de la lectura de revistas o hasta de los cuentos de Rius, argumentos débiles que no pueden ser razón suficiente para normar ideologías y modificar creencias. Reniegan y dudan de la eficacia de Dios, a quien consideran una droga, un talismán o un genio que sale de la botella para cumplir deseos, y que sólo basta levantar un rostro místico hacia el cielo para que se accione la máquina de los milagros; pero como esto casi nunca funciona en la realidad, viene enseguida la desilusión de los ingenuos.

Los más fastidiosos son los simplones. Caminando con Carlos hacia la prepa me confesó sin pudor que ya no creía en Dios porque había rezado con fe para que una chava le hiciera caso y como no le concedió el deseo, en consecuencia Dios no existía. Aseguró además con frescor pasmoso que no creía en los milagros, y razonaba –a ver Mario, milagro es aprobar una materia sin estudiar, que chiste tiene pasar si yo estudio, y créeme, recé toda la noche, hasta me hinqué por un buen rato, suplicando pasar el examen extraordinario de matemáticas ¿y qué pasó? ¡Me tronaron! No, Dios no existe.

Hay una frase de Lennon que describe su lamento ideológico, God is a concept by which we measure our pain. Admiro a John, pero no me gusta pensar en Dios de esa manera. Me he alejado de la religión, antes comulgaba cada viernes primero, me nacía natural, pero desde que llegué a Guanajuato palpé que había vivido en un mundo aislado, sin la necesidad de hurgar en mi interior y explorar estas nuevas ansiedades aderezadas con cierto toque de locura, con esta soledad fuera de casa en la ruda competencia mundana. Me aflige esta sensación, mezcla de romanticismo ingenuo y realidad concreta, despellejado por un idilio naciente, agridulce. Ante la angustia de un futuro incierto las creencias fracturan en dudas y aquel código cristalino sobre el bien y el mal modifica sus fronteras y el blanco y negro generan matices insospechados. No, no puedo dejar de tener fe, estoy seguro que Dios es misericordioso, no es una idea peregrina nacida del dolor y la angustia, a la que nos aferramos al enfrentar problemas, anhelando que se resuelvan como con un toque mágico, ajeno a la voluntad de nuestros potenciales. Soy optimista, Dios está en la alegría, en la felicidad y hasta en mis perezas y desasosiegos, aunque a veces lo olvide, y sé que yo lo necesito y que Él no me necesita para darle un marco a su existencia.

Vaya que soy cínico, un holgazán que duda en luchar por lo que quiere; vamos, que ni siquiera sabe lo que quiere hundido en el colchón, temeroso de enfrentar las realidades –No, no basta con creer, ni con  simplemente santiguarse ante la iglesia. Suena fuerte la alarma ante la indolencia que me prensa como bloque de granito –¿No puedes? Entonces empaca las maletas, toma el autobús rumbo a León y búscate un trabajo.

No debo seguir pensando así, estudio en la Universidad y eso no es poca cosa, tengo que continuar a pesar de las dificultades, sin duda es la mejor manera de colaborar para que se nivele un poco nuestra situación familiar. Por otra parte, tendré que hablar con Claudia y saber si ya no me quiere; le exigiré que me conteste y si calla lo voy a dar por descontado, total seguro me dolerá y no faltará el llanto por la pena, pero la vida tiene que seguir, casi todo el mundo dice que nadie se muere de amor y que las heridas sanan con el tiempo.