Cada mañana coincidían en aquel café, llegaban prácticamente desde que el local abría y nunca lo abandonaban antes de las 12. Él era un hombre mayor, tenía setenta años pero parecía de ochenta. Ella, una mujer madura ya entrada en los cuarentas aunque daba la impresión de que tenía más de cincuenta. Intentaban, cada uno por su lado, sobrevivir al duelo. Ninguno lo conseguía.
Él pedía cada noche en silencio que le fuera concedido el milagro de morir. Ella ansiaba vivir después de la tragedia de su divorcio. Ni él moría, ni ella vivía. Pero se acompañaban a la distancia. Siempre se sentaban en la misma mesa, quedando frente a frente, el uno con la vista puesta en la otra. Pero en silencio. El lugar, tibio, con olor a comida recién hecha, les hacía sentir que tenían un trozo de hogar aunque pagaran por él.
Después del desayuno una taza de café sucedía a la otra, ambos pedían sustituto de azúcar para endulzar sus bebidas, conforme las tazas eran llenadas de nuevo, los sobres vacíos se acumulaban en la mesa. Desde sus sitios de dolor se observaban en silencio entendiéndose sin hablar.
A veces, una lágrima rodaba en la mejilla de uno de ellos mientras el otro fingía no haber visto nada. Mecánicamente, entre suspiros y soledades recogían los sobres vacíos de endulzante para doblarlos cuidadosamente y meterlos dentro de otro, y así ordenar el espacio. Sus movimientos parecían sincronizados, como si fuesen uno mismo; sin embargo eran distintos, sólo los unía el ser caminantes sin camino.
Una tarde al levantarse de su mesa el hombre al pasar junto a ella murmuró:
-No sé para qué diablos estamos doblando sobres vacíos toda la mañana ¿Qué sentido tiene hacerlo?
Y ella, sin pensar, respondió:
-No quiero dejar mis pedazos más dispersos de lo que están.
Un día, ninguno de los dos regresó…
Él murió durante la noche.
Ella consiguió vivir de nuevo.