El gusano

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La dorada, transparente navaja del astro rey rozaba a contrapelo los lomos paquidérmicos de los dormidos titanes que acurrucan al valle de Anáhuac.

Deambulaba el Brayan, encaramado en su bicicleta de alquiler, devorando ávidamente calles y banquetas, cuando alcanzó a sentir una inexplicable caricia en su recién lavado y agreste mentón. Un pegajoso cosquilleo fue el preludio para la minúscula gota de sangre atomizada que fue a sumar su rosado acento a la colorida constelación de manchas del isabelino firmamento de la camiseta. Como una viva y zumbona centella nuestra rodante saeta intentó mitigar a fuerza de uñas la impertinente y casi enloquecedora comezón que lo aquejaba. Desbocada como iba tal furia detuvo de golpe su marcha ante el insólito hallazgo de un inequívoco gusanillo. El recién desterrado huésped tenía un color muy parecido al del sebo animal y sin ningún pudor se contorsionaba hawaianamente sobre la dispersa y aplanada laguna escarlata del pulpejo del dedo cordial de su ciclístico anfitrión. De puro milagro no salieron disparadas ambas y tan desiguales criaturas sobre el tibio manubrio para terminar incorporándose de manera permanente al paisaje.

¡Carajo! Exclamó el asombrado Bra rascándose con el mismo apéndice la anarquía de su doblemente desordenada mollera.

Fue al destartalado cuarto de tiliches de lo metafísico adonde la errante insensata razón de este desventurado llegó muy sedienta de explicaciones. En vano volvió a confrontar dedo, pupila y mentón mecánica, repetitivamente tratando de difuminar la terrible y repulsiva imagen que la memoria se obstinaba en retener. En este caso la intolerante y desdeñosa nariz consiguió emitir el veredicto final.

Instantáneamente las impensadas retinas de sus más íntimos ojos trazaron certera y hábilmente la imagen de aquella masa hirviente pestilente y blancuzca que permanecía arrumbada en algún oscuro rincón de lo vivido. Allí retorciéndose y reproducida cientos o tal vez miles de veces estaba la respuesta. Y devoraba palmo a palmo de pútrida materia de lo que, por su aspecto, algún día había sido un ser capaz de ladrar y menear el rabo a la manera de las falditas de las bailarinas exóticas del mayor y más azul de los océanos.

Armado el Brayan con la resplandeciente antorcha de esta epifanía transitaba subiendo y bajando, virando y revirando con atropellado afán a través del intrínseco y rosado laberinto de lo que parecía ser su propia alma descomunal y volteada al revés como un elástico guante. Primero pudo notar la tenue sugerencia de una sombra, después fue una línea con forma de relámpago o de árbol. Más tarde descubrió patrones y así fue progresando hasta quedar circundado por una red. Por una progresiva y creciente urdimbre de cuarteaduras entreveradas. Así llegó el silbido que recorrió fulgurante cada átomo de su espinazo y sintió el suelo bajo las plantas disiparse en etéreas nubes y todo lo visible estallando como una pompa de cristal. Y fue parte del más denso de los silencios ausente de formas, de ondas o resonancias y de todos los colores y de lo bueno y lo malo y de ayeres y mañanas. Y se sorprendió indagando si acaso ser era algo. Y nunca ninguno pudo sentirse tan plenamente limpio como este que es ya un no ser que expulsó al minúsculo y despreciable gusano. Entonces supo que aquella evocadora pestilencia, aquel hedor del perro y de la memoria era la vida misma siendo aplastada, ampliada y disipada por la nada. Y que la muerte, esa antiséptica, silenciosa incolora y helada quimera no existe. Porque no existir es su única y verdadera esencia.

Cuando aquel desconocido abrió los ojos en el ululante avispero de manos dentro de la ambulancia ya sabía que el gusanillo de color de sebo nunca fue suyo. El único muerto posible era el minúsculo cadáver de plata que una mano sabia le colgó en el pecho.