Decenas de historias circularon por internet sobre intentos de secuestro a mujeres en la calle, en el metro o en el camión, no había hora del día, no había lugar seguro.

Entiendo que hay varios procesos cruzados, que una luz nueva, una noticia con efecto, brilla con una fuerza tremenda y que eso provoca en si dos procesos cruzados: que todos los medios se amontonen frente a ella y que nuevas historias similares, por cuestiones de que no saberse solos en algo da seguridad y por qué se ve el momento de recibir la merecida atención, salen a flote y prolongan el efecto de la primera.
Conocía, de manera interna y nunca racionalizada, ese proceso y es por eso que, aunque nunca dudo de la veracidad de las historias de las víctimas, siempre desestimo las dimensiones de un fenómeno mediático y evito caer en el pánico simplón, pues siempre he creído que también el miedo es explotado y que obedece a intereses grandes, generemos pánico y desabasto, hagamos que los padres estén alerta con los extraños, hagamos que todos almacenen agua como si viniera el apocalipsis. No es que sea paranoica pero el hilo se nota y mucho.
Así es como me han pasado de noche epidemias, oleadas criminales, desabastos y toda una serie de catástrofes que de pronto ocupan el interés de todos y limitan sus actividades y marcan sus conductas, solo pierdo un poco la cabeza cuando viene la ley seca y se me olvida por un rato que en las tienditas de barrio vivimos siempre sin ley.
Pues con esto en la cabeza un día, fin de semana más de veinte en el termómetro, vestido sobre la rodilla, pero nada del otro mundo, salgo de casa a ver a mis amigos, celebramos, disfrutamos. Me siento cansada y me voy a casa, con prisa como cenicienta, pero sin perder un zapato, para alcanzar el último metro, ahorrarme el taxi y caminar un poco. Aún hay gente en la calle, está viva la ciudad, cambio de línea abordo otro tren, un sujeto estaba en ambos. No me extraña es un usuario de metro como yo, no le doy importancia y dormito las ultimas estaciones, suena irresponsable pero a eso suena la libertad cuando existe el temor.
Al llegar a mi estación una mano me toma el brazo, no es el señor repetido, es una mujer, como de mi edad que me mira preocupada ¿Aquí te bajas? –Asiento- te acompaño, no me gusta ese señor, me dice. Un poco desconcertada, camino tomada de su brazo en el andén, le digo que debo bajar del otro lado, la dama me acompaña, me confiesa que quiere que yo también llegue a casa. El señor baja donde nosotras, guarda su distancia.
Le pregunto su nombre, Gaby se llama, me deja en mi transporte después de prometerme que tomará un taxi ahí mismo. Llego a casa con la tremenda sensación de que acabo de sortear un peligro fatal, o tal vez no, pero contra mi horrible costumbre de nunca quedarme con la duda, me alegra que así haya sido. Una amiga me escribe para saber si llegué bien, se asusta con mi relato, me doy cuenta siete días después de que yo también estoy asustada cuando noto que por primera vez en años no salgo de noche un fin de semana entero. Me doy cuenta de que sigo asustada 10 días después mientras escribo esto y de que omití, sin quererlo, contarle a mucha gente.
No suelo creer en las noticias reiteradas como un grave peligro, sospecho que sobre un fondo de arroz los frijoles juntos hacen una mancha mucho más visible y que la forma en que se le hace énfasis el fotógrafo resalta su tamaño. Pero también descubro que no quiero ser un frijol en una foto ni permitir, si esta en mis manos, que nadie más lo sea, y que las tendencias mediáticas no son tan malas si en vez de provocar terror, desconfianza y atrincheramiento egoísta, allanan el camino de la solidaridad, para que todos podamos gozar de la vida sin salir en las noticias.