El Laberinto

Sobrios

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Como era de esperarse, ya que sucede en las vacaciones aunque jamás durarían tanto, el confinamiento ha aumentado el consumo de sustancias, tanto legales como ilegales, para alterarnos un poco, o un mucho,  tratando de escapar del tedio u ocupando el tiempo libre; y como también era de esperarse, dado el cese de las actividades o el cambio de giro de algunas fábricas, todo esto ha derivado en una dolorosa y también cómica escasez, lo que convirtió a nuestro ya de por si golpeado país, en un centro gigantesco de desintoxicación involuntaria y de especuladores desalmados. Algo así como la prohibición norteamericana, pero intercambiando a los mafiosos por el virus en el papel de amenaza de muerte.

Toda esta cuestión de la sobriedad me hizo pensar en el relato “La fe de nuestros padres” (1967) de Phillip K. Dick (abro comercial, aprovechen el encierro para leerlo, cierro comercial) que trata, a grandes rasgos de un sujeto que vive en un mundo postapocalíptico, dominado por oriente bajo la figura de un líder casi omnipresente, en el cual un sujeto consume unos supuestos polvos de rapé que le causan unas angustiosas alucinaciones, que no se comparan con la terrible sorpresa que le dan con el dictamen médico, donde determinan que lo que había consumido en realidad era un fármaco para inducir la sobriedad, descubriendo así que siempre lo habían mantenido drogado con el agua corriente y que lo que había visto no era más que la realidad. En ese momento tiene que decidir si prefiere seguir adelante con su vida normal, aunque en el auto engaño o si tomará cartas en el asunto.

Nuestra agua no contiene estupefacientes como en el relato, aunque las cantidades de azúcar y cafeína que tiene muchas de las bebidas que consumimos tampoco son despreciables. Y solo menciono una cosa en particular de todo aquello que nos rodea, nos alimenta o nos distrae.

La cotidianeidad está llena de medios para evitar ver lo que pasa alrededor de nosotros y peor aún, en nuestro interior. El estímulo ininterrumpido, los incontables shots de energía alternando con las cargas de trabajo, el casi obligatorio frenesí de consumo, tantos mensajes cruzados, pantallas brillantes por todos lados, aquellos lugares, las infinitas promesas de placer, de distracción o de felicidad, la cantidad de objetos y sustancias con las cuales nos relajamos y hasta nos consentimos, son paliativos que desvían nuestra atención y que hacen que rara vez notemos lo que está mal, lo que es injusto y peor aún, aquello que deseamos más que nada, si es que no estamos lo suficientemente sedados para no desear.

Resulta, entonces que el encierro y la pausa a la cámara rápida tuvieron el mismo efecto que el rapé del cuento, la sobriedad involuntaria ante la falta de todo aquello que evita que nos veamos tal y como somos y exactamente dónde estamos y entonces sentimos esa irrealidad monstruosa y esa falsa alucinación. Eso si que no era de esperarse, pero hay que aprovecharlo para cambiar o aprender a sugestionarse, este tiempo sirve para conocer el qué y el cómo.