Distrito Capital

Los enemigos

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«Industrialización, conquista económica… fueron otros objetivos… ¿Donde tenemos entonces una política económica exitosa? … la vida estatal, la salud estatal, actúa… de acuerdo al fundamento de convertir fuerza económica en poder político, y el poder político debe a su vez, a la inversa, proteger la vida económica. El instinto de conservación del estado puede construir una economía; pero nosotros quisimos conservar la paz…

«Los demócratas quieren salvar la democracia… En la práctica se desarrolló, gracias a esta idea, que conduce a la paralización del pueblo, el dominio de la bolsa y de los manejos bursátiles…»

La igualdad económica es un factor que deberá ser prioridad de cualquier gobierno, ya que toda política pública de cualquier índole va relacionada con una política económica. Así, factores tan personales —y subjetivos— como el bienestar, tienen una referencia en la propia motivación para la búsqueda de mejores condiciones en la calidad de vida de las personas.

Es obligación del Estado favorecer los frutos de aquel contrato social promovido —y lamentablemente tan olvidado—, de Rousseau. Y también, es obligación de los ciudadanos exigir al Estado que se conduzca con respeto a los principios democráticos y de legalidad, con un eficiente manejo de los recursos públicos.

Sin embargo, existe una delgada línea entre la manifestación pública y el vandalismo y el discurso sesgado, en esta propia aritmética que representa la destrucción como fortaleza, ante la ingenuidad, el pragmatismo y la ignorancia de las masas: hoy, todo atentado contra la legitimidad del estado se presenta como un acto de rebeldía frente a los «traidores» que nos gobiernan. 

Hace una semana, en esta columna, compartía una apostilla: «Un discurso de odio y descalificación genera adeptos, pero destruye sociedades.»

El discurso público y político, desde una posición de poder otorgada en un primer momento, democráticamente, devaluará a los miembros de grupos bien categorizados y señalados por el líder, motivando a los delincuentes anarquistas a pensar que cualquier acción realizada salvaguardará su sustento o forma de vida, amenazada por el grupo que ha sido señalado.

Así, los delincuentes no necesariamente estarán motivados por el odio, sino por el miedo, la ignorancia o la ira momentánea, basada en la deshumanización de aquellos grupos señalados y a la propia agresión selectiva.

Esto no termina allí: los delitos de odio envían mensajes a los miembros de un grupo de víctimas de que no son bienvenidos en la comunidad, revictimizándoles y disminuyendo sus sentimientos de seguridad que a su vez, perpetuarán rencillas más profundas entre aquellos que agreden y quienes son agredidos.

Establece la Asociación Americana de Psicología que un delito de odio es «…contra una persona o propiedad motivado total o parcialmente por el prejuicio de un delincuente contra una raza, religión, discapacidad, orientación sexual, origen étnico, género o identidad de género».

Hace un siglo, se definió una nueva forma de dominio político, basado en un partido único de masas, con un caudillo carismático que controla el partido y el Estado apoyado por una pequeña élite, controlando también una ideología oficial, la economía, los medios de comunicación y las fuerzas armadas. Este sistema se diferenciaba del autoritarismo debido a que en un régimen autoritario, todavía existe un pluralismo político limitado y no representativo.

El nombre de este régimen es totalitarismo.

Y el discurso al inicio de este artículo fue pronunciado por Adolfo Hitler el 10 de abril de 1923: «Derrotaremos a los enemigos de Alemania».