Ecos de Mi Onda

Impacientes del Covid-19

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El objetivo a alcanzar es la comprensión de la mente sobre lo que es saber. La impaciencia pide lo imposible, quiere alcanzar la meta sin los medios para llegar allí. 

Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770–1831), filósofo alemán.

I. Parte de la solución y no del problema

Ya estaban los surcos preparados, la lluvia había llegado a tiempo, gracias a las devotas oraciones dirigidas a San Isidro Labrador, por lo que asomaban los pequeños tallos de la milpa y era esperanzador mirar los germinados de frijol y legumbres. Las labores eran arduas en el ranchito, participando activamente todos los integrantes de la familia, que sin chistar ejecutaba cada uno las funciones cotidianas que le correspondían, tanto en los quehaceres domésticos y en las propiamente agrícolas de siembra, mantenimiento y cosecha, así como en el cuidado y alimentación de las chivas y gallinas, y en la ordeña de las dos vacas, entre otras muchas.

Alejados de la zona urbana, sólo se trasladaban a la ciudad en los tiempos de entrega, o para la compra de aperos de labranza, o para alguna reparación del viejo tractor. Por ahora ya habían transcurrido tres meses de que los pequeños no iban a la escuela rural, por la pandemia, decían, y alzaban los hombros, como no comprendiendo cabalmente lo que sucedía. Había preocupación por lo que escuchaban en las noticias del radio y se alarmaban por las escenas que veían por televisión, o por las pláticas de los vecinos, igualmente aislados como ellos, que ocasionalmente los visitaban y platicaban sobre el tema, pero de forma realmente confusa.  

Por lo demás, para ellos en el rancho, la vida transcurría prácticamente de forma normal, sólo diferenciada por la presencia de los chiquillos y el bullicio que resultaba de sus juegos. Les habían dicho que se comunicaran por las redes informáticas, para continuar con la educación de los hijos, pero no tenían aún acceso a la señal. Sin embargo, tenían la suerte de que una maestra los visitaba una vez por semana, para encargarles nuevas tareas escolares a los críos y revisar los avances de las anteriores.

Estaban terminando de almorzar, recogían los trastes de la mesa para lavarlos y dejar limpia la cocina, cuando vieron a lo lejos las dos camionetas blancas que se dirigían a la casa. Transitaban lento por las dificultades del camino angosto de terracería, que por las lluvias estaba todo encharcado y lodoso. Antes de llegar tocaban el claxon, como para que se prepararan a recibirlos, si bien también algo amoscados por la violencia desatada en muchas zonas rurales, situación que, por extrañas y desconocidas razones, era diferente por ese rumbo, en el que se vivía, por fortuna, una atmósfera pacífica.  

Los cuatro usaban cubrebocas y guantes, se identificaron como trabajadores administrativos de la Comisión Sanitaria Nacional de Difusión y Vigilancia. Tras ofrecerles una breve explicación, les apuntaron en la cabeza con un raro dispositivo para medirles la temperatura, mencionaron. Luego les ofrecieron cubrebocas y les mostraron en una serie de folletos la información sobre la pandemia de coronavirus y los síntomas de la enfermedad, enfatizando la peligrosidad del virus por su alta capacidad de contagio, así como las indicaciones precisas por si alguno de los miembros de la familia llegara a presentar signos de contagio. Satisfechos del cumplimiento de su deber, apreciada por las expresiones de interés y convencimiento de la familia, subieron a las camionetas para seguir la faena informativa, visitando todos los caseríos de la zona.

Entre tanta información estadística, trazabilidad y datos sobre infraestructura y logística, resulta muy difícil establecer la interrelación de factores epidemiológicos claramente sustentados, pero tras unos pocos días de la visita sanitaria, cuatro colonos de esa hasta entonces plácida zona, presentaban cuadros graves de contagio.

II. Nueva normalidad

Don Tomás, hombre trabajador, pero de carácter un tanto colérico, sale de su casa con el fin de hacerse de unos pesos ofreciéndose como carpintero. Con la pandemia ha escaseado el trabajo, por lo que diario recorre las calles de la ciudad, buscando quien requiera la reparación de muebles, o cualquier objeto de madera, que se consideren deteriorados. Va pensando, maldice la pandemia y se queja amargamente de los acontecimientos (Diálogos suavizados por decencia)

Paupérrima gente agachada y escandalosa, mira nomás a ese conglomerado de personas de bajo índice intelectual, todos alarmados. Me ven sin el objeto pusilánime ese, denominado cubrebocas y todos me sacan la vuelta, por eso de la propaganda difusa de la sana distancia, yo creo que es puro cotilleo. Para que le damos vueltas, son cosas del pueblo chino y sus pleitos con los estadounidenses, me lo dijo mi hija que vio en la cosa esa del yutub, que entre ambos se disparaban virus raros. Allá debe ser cierto, pero aquí no es verdad. Además, los mexicanos tenemos defensas, somos aguantadores ¿Muchos muertos? ¿Cuáles? ¡Puras habladurías! Son cosas del gobierno, que como siempre la toma contra los menesterosos… ¡Órale ese individuo viene directo a mí!

– A ver caballero, hijo de mujer de la vida galante, deme su cartera por favor, el celular, todo lo que traiga ¡rápido, o le asesto un disparo de mi revólver. Lo digo en serio, no trate de pasarse de inteligente.

– Espere pues, aquí está todo, no me haga daño, tengo familia, hijos pequeños…

– ¡Ya! No rompa en llanto, deme todo, todo ¡rápido o se lo carga la dama violentada! ¡Bien, bien! Oiga caballero, me parece una indecencia de su parte que salga a la calle sin cubrebocas, no sea irresponsable, no ve que puede contagiar a otros ciudadanos. Si ya está enfermo y no se da cuenta, bien que me puede contagiar a mí. Le suplico que no sea inconsciente. Me permito proporcionarle este cubrebocas, pero lo va a usar, porque si llego a verlo sin él, lo voy a afectar en su progenitora.

III. Ramón y Julita

Las familias llevaban una excelente relación, al punto de invitarse mutuamente a compromisos de compadrazgo en varias ocasiones, dada la prole numerosa, por arriba de la media, que integraba a cada familia. Así pues, no faltaban las frecuentes fiestas familiares en las que se compartía generosamente el alimento y la bebida, pero más que eso, los sentimientos de fraternidad que, sobre todo ya en estado etílico, afloraban con un alto grado de emotividad, cantando y bailando con música de banda y brindis constantes celebrando los lazos de amistad, que nada ni nadie podría cortar entre los queridos compadres.

“Acuérdate vieja que a los compadres les gusta la puntualidad, ya deja de acicalarte tanto, ya los muchachos nos están esperando en el coche ¡date prisa por favor!” Casi le gritaba Darío Montes a Chabela su mujer, que se daba los últimos retoques de colorete en las mejillas. Pancho Campos los recibió con un abrazo y de inmediato los condujo a la mesa. Las carnitas estaban suculentas, al igual que los nopalitos, las salsas, los frijoles charros, el arroz y por supuesto, los abundantes tequilitas. Daba gusto compartir y departir bajo estas placenteras condiciones.

En la sobremesa, lo mayores continuaron con los tequilas y los chiquillos con el postre, que las señoras, Chabelita y Chayito, repartían en platitos de cartón y cucharas de plástico. Ramón Montes y Julita Campos, los hijos mayores, quienes rondaban los quince años, platicaban en el patio tomados de la mano. Un noviazgo que los compadres no veían mal, por el contrario, les parecía que esa relación interfamiliar los uniría aún más en esa hermosa amistad que, no cabía duda, duraría por siempre.

Pero el hombre propone y Dios dispone. Esa misma tarde-noche, excitados por los humos del alcohol, cayeron en uno de los temas que no deben tocarse, si efectivamente se desea que las amistades perduren y no era la religión, pues todos eran muy católicos, fue más bien la política. Resulta que Pancho Campos, el anfitrión, empezó a hacer apología del presidente del país, expresando toda una serie de elogios desmedidos, celebrando los avances del país en todas las áreas, exclamando con euforia que el pueblo era por fin feliz y que la corrupción estaba ya borrada del mapa nacional. Por desgracia Darío comenzó a exponer sus desacuerdos, primero de forma moderada, tratando de suavizar las opiniones para no contradecir a su querido anfitrión, pero después, con los tequilas, francamente le valió sombrilla y no sólo lo contradecía, sino que hacía escarnio del presidente, manifestando plenamente su franca antipatía por el dirigente nacional. Las cosas subieron de tono al grado que casi llegaron a las manos, pero fueron detenidos por amigos que los acompañaban. En pleno estado de alteración, Darío corrió a la familia Campos y la familia Campos respondió que no los corrían, que ellos salían de esa casa, pues no podían departir con gente de tan malos y corrientes gustos.

A Ramón y Julita sus padres les prohibieron volver a verse, y que si llegaban a saber que se comunicaban los echarían de la casa sin miramientos, pues de ninguna manera tolerarían una relación amorosa bajo esas circunstancias. De pronto llegó la pandemia de coronavirus y las dos familias tuvieron que confinarse en sus domicilios correspondientes. A los tórtolos en efecto, les fue entonces imposible encontrarse a solas en secreto, como sí lo habían logrado antes del confinamiento, lo cual les produjo una profunda depresión; no comían, no hablaban, pero los padres de ninguna manera darían su brazo a torcer y no permitirían que los jóvenes pudieran estar juntos. La dramática situación los orilló a formularse un plan, que se comunicaron a través del celular de un amigo común: si no podían estar juntos en esta vida, sí lo estarían en el más allá.

Cada uno se dirigió al destino señalado. Entraron sin miedo al hospital, cruzaron la sala de espera y con entereza y sigilo se encaminaron a la saturada sala de aislamiento de enfermos graves, abrieron la puerta, e impacientes se plantaron entre los numerosos pacientes de Covid-19, se quitaron los cubrebocas y con un virulento beso sellaron su amor infinito.