Ecos de Mi Onda

El Esqueleto

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Lo que no se define no se puede medir. Lo que no se mide, no se puede mejorar. Lo que no se mejora, se degrada siempre.

Lord Kelvin, físico escocés.

¡Vaya sorpresa después de tantos años! Ahí estaba, recostado sobre los dos almohadones verdes en la cama de su cuarto, los lentes en la silla y un libro entreabierto en el buró, vestido con la misma ropa con la que lo había visto salir aquel lejano domingo de julio, después de que desayunó su par de huevos estrellados con frijoles y chilaquiles, además de su cafecito endulzado con piloncillo, le tenía fobia al azúcar refinado. Luego se fue a la sala y se puso a leer el periódico del día, mientras escuchaba un CD pirata con los éxitos de José José y se tomaba su segunda taza de café… “ya lo pasado pasado, no me interesa…  pido un aplauso para el amor que a mí ha llegado… Ya la olvidé”, así parecía recordarlo.

Esa mañana estaba tranquilo, como siempre, sólo le comentó a su hermana sobre una nota en el diario, acerca de un joven que salió a visitar a su novia montado en una moto y que en el camino lo habían atropellado, se aventuró a decir que muy probablemente la novia debería estar destrozada, puesto que el joven había fallecido en el lugar y que sentía enojo porque el chofer del auto que lo atropelló se apresuró a huir, en lugar de tratar de asistirlo, “qué falta de caridad existe en este mundo”, repetía.

Llevaba puesto su pantalón gris, muy bien planchadito por él mismo, exigiéndose que la raya debería estar perfectamente definida, como lo había acostumbrado su mamá desde pequeño, también una camisa blanca muy pulcra, corbata guinda y su saco casual azul marino. Fue a la recamara de su mamá, quien, desde hacía varios años, debido a los achaques de la vejez, prácticamente sólo se levantaba para hacer sus necesidades imperiosas. La saludo dándole un beso, comentándole brevemente que iba a salir a votar, a cumplir con su deber como ciudadano mexicano responsable y luego iría a charlar con los amigos en el bar por un buen rato, y que regresaba hasta la hora de comer.

Su hermana se encontraba en el comedor, con un montón de libros encima de la mesa, estudiando para un examen parcial. Cuquita, su hermana, era una mujer madura reservada, discreta, de pocas palabras, pero afable y risueña, muy activa. Tenía un trabajo de secretaria en un consultorio médico, en el que se le tenía en muy alta estima por su eficacia y en la casa se ocupaba de casi todas las actividades domésticas, preparaba los alimentos del día, lavaba, planchaba (menos la ropa de su exigente hermano), hacía el aseo y se encargaba de las compras de la alacena. Su sueldo no era muy alto, así como tampoco el de su hermano Pepe Luis, quien le tenía mucha confianza, al grado de entregarle una tarjeta adicional para que manejara el presupuesto de la casa, “a mí sólo déjame para la compra de mis gastos personales”, decía; pero con esos ingresos era suficiente para llevar una vida relativamente cómoda. Sin embargo, Cuquita tenía aspiraciones y por eso se había inscrito en la maestría de economía y finanzas, con la esperanza de una oportunidad para hacer cambios importantes, un mejor trabajo, viajar y alejarse al menos un poco, de esa larga monotonía de años, en la que transcurría su vida.

Pepe Luis se acercó a ella y le dio un beso en la frente, “al rato regreso”, le susurró al oído con cariño fraterno. Luego se caló el sombrero de fieltro marrón, Tardán era la marca, sostenía que no había mejores sombreros en el mundo, bueno… ¡A saber!, pensaba; en realidad su mundo no era tan amplio como él lo proclamaba. Se retorció los bigotes y se santiguó cumpliendo el ritual cotidiano. “No tardo”, gritó desde la puerta.

Con los amigos, la mayoría de los cuales trabajaban en la misma oficina de gobierno, era vivaracho, sarcástico, muy alegador, fanfarrón cuando jugaba al dominó. Siempre tratando de imponer sus opiniones en las pláticas informales, aduciendo que su experiencia le otorgaba la capacidad de interpretar los acontecimientos. Pero era diferente si se giraba hacia la seriedad formal, cuando mejor callaba y optaba por aparentar la impresión de saber escuchar, dando sorbitos a su copa de tequila doble, con sangrita y limón. Ese día llegó con gran entusiasmo, confiado, repitiendo con insistencia que por fin el país iba a transitar por el camino correcto, dejando atrás la incertidumbre, enfilados hacia el progreso deseado.

Sin embargo, desde hacía ya muchos años, eso ocurría exactamente igual cada sexenio, siempre cantaba la victoria de su candidato preferido y recitaba cada una de sus virtudes, un elogio desmedido que persistía por unos meses, en tanto el candidato ganador se iba acomodando en la posición presidencial y daba los primeros pasos. Pero luego, como siempre, empezaban los problemas, los errores y las cascadas de críticas en los medios de difusión y tenía que soportar el pitorreo de los amigos “¿Qué pasó Pepe Luis, no que tu candidato era el bueno?”

Hacía mentalmente el recuento desde las épocas del “milagro mexicano”, luego los problemas políticos del 68, el boom petrolero, vaivenes del capitalismo al dizque socialismo, las nacionalizaciones, los fracasos, las grandes devaluaciones, las espantosas inflaciones, de la izquierda a la derecha, el terremoto del 85, las privatizaciones, los rescates bancarios, eliminación de tres ceros a la moneda, el neoliberalismo, el PRI fuera de los Pinos, la guerra contra el narco, la violencia desatada, el hartazgo, la lucecita de esperanza luchando contra el neoliberalismo y el conservadurismo. Tenía razón, la lucha contra la corrupción era imperiosa, esta vez tenía que resultar la receta y otro gallo le iba a cantar a este país, dejando atrás la pobreza, el subdesarrollo y esa gran tragedia nacional de la corrupción.

La gente ya no tendrá que irse a los Estados Unidos, como él llegó a hacerlo siendo joven. Platicaba eufórico que sólo había resistido tres meses en California y no por el duro catre, la discriminación, las madrugadas, las agotadoras faenas, las penurias, el encierro ¡No! Fue la comida lo que lo hizo regresar tan pronto, la sazón de su mamá, eso no lo pudo soportar.

En pleno apoyo franco al nuevo presidente, alabando con fervor todas las políticas y medidas que estaba tomando, declarando convencido que esta vez era diferente, que hoy sí nos tendríamos que acostumbrar al cambio social en todos los órdenes del sistema y en ello hasta ofrecía su vida en prenda, se dispuso a trabajar con más ahínco que nunca, en su casa no le veían el polvo, salía temprano y llegaba a altas horas de la noche, convencido de lo valioso de su participación activa, no sólo de meras palabras. Pero de pronto ocurrió algo impensable, una pandemia, una real epidemia mundial provocada por un maldito virus chino, que de pronto se instaló en el país y empezó a afectarlo todo, incluyendo a la dependencia de gobierno donde trabajaba como todo un experimentado burócrata, con esos largos años de lealtad al sistema en turno. Se empezó a murmurar que los iban a mandar a trabajar a sus casas, “home office”, decían. Para él bastó sólo una corta y lacónica notificación, los motivos expuestos no le significaban nada con relación a la brutalidad del hecho, él estaba despedido.

No supo cómo llegó a su casa y por fortuna no estaba Cuquita y su mamá dormía profundamente. Se encerró en su habitación, perdido todo tono de arrogancia, se fue empequeñeciendo hasta la implosión, mientras proyectaba en su mente el hojear del álbum familiar, las historias de familia, los juegos, las ilusiones, el tratar de resolver la ecuación decepcionante ¿Cuánto tiempo transcurrió? Indiferente al tránsito de los acontecimientos, esperando mentalmente a que el caos concluyera por fin en un nuevo orden espontáneo, reposando en los violentos giros del remolino de pasiones contenidas. La tinta amarilla en el pulgar, el cruce de boletas, la fila de votantes, los presidentes de casillas, el conteo de votos, los mapaches, los carruseles, las pláticas breves, nunca trató de ser metódico, buen burócrata, orgulloso del servicio a pesar de la imaginaria instalada en la opinión pública y patente en el agobio de los trámites burocráticos, el nuevo líder, decidido, seguro de sí mismo ¿Por qué a él?

¿Cuándo murió? ¿Qué día, qué mes, a qué hora? Se dice que un cuerpo se descompone hasta llegar a ser un esqueleto, en el plazo de uno a tres años, dependiendo de las condiciones inherentes y del ambiente circundante. Los olores de la putrefacción son nauseabundos ¿Por qué nadie lo notó? Cuquita estaba muy ocupada y por otra parte fue curioso, porque si bien existió en efecto la notificación del despido, nunca se cortó el depósito de su salario, de tal suerte que Cuquita siguió haciendo los retiros de fondos sin problema. Debe pensarse que tal vez notó su ausencia, pero pudo ser que haya pensado que por fin se había decidido a llevar una vida independiente, tal vez habría encontrado a una buena mujer de la que se enamoró y hasta quizás la embarazó ¡vayan usted a saber! Y la vergüenza no le permitía dar la cara en su casa y a su mamá. No lo sabemos.

El caso es que pasaron los meses, hasta que el calendario volvió acercarse a julio, con plena efervescencia de las nuevas elecciones intermedias, que desataban las pasiones y dividían a los ciudadanos lanzándose acusaciones y ofensas inauditas para un proceso supuestamente civilizado del ejercicio de la democracia, aires electorales que a Cuquita le evocaron la vehemencia que mostraba su hermano durante esos acontecimientos políticos y le llevaron a abrir la puerta de su cuarto para respirar su recuerdo. Ahí estaba, un cuerpo descarnado, un esqueleto recostado sobre los dos almohadones verdes en la cama de su cuarto, los lentes en la silla y un libro entreabierto en el buró. Vestía la misma ropa de aquel ya lejano domingo de julio, con la que lo había visto salir a votar precisamente hacía casi tres años.

Sí, es posible, puede ser que hayamos convivido con un cuerpo en plena descomposición y que jamás hayamos notado los olores de la putrefacción y así, es probable que hayan pasado muchos años en los que nos mostramos por completo despreocupados ante la ausencia de algo supuestamente querido. También es posible que ese cuerpo hoy, sea sólo un esqueleto y que, en realidad, ahora sí nos encontremos en el umbral de un inminente cambio. A saber.