Con esto del rebrote pandémico he estado pensando mucho en las pausas, en la velocidad y en ciclos. A través de este kafkiano escenario, de pronto nos logramos explicar varias cosas, que no son novedad pero que adquieren gravedad.

Primero con las pausas, a través de los frenéticos ritmos de vida a los que nos tiene acostumbrado un mundo de ciudades tumultuosas, de descarnada competencia e infame consumo desmedido, cuando llegamos a casa con la espalda cansada, hartos de la gente y con ganas de no hacer nada, de pronto la pausa se convierte en un poderoso anhelo, en una dulce esperanza. Pero aquí es donde se tuercen las cosas, ya sea que quieras parar y la necesidad no lo permita, o que al contrario no quieras detenerte y el mundo no se mueva. La pausa a la obligación puede ser placentera, por un tiempo hasta que entra en escena la culpa de no estar haciendo nada de nuestro tiempo, pero la pausa a nuestra vida privada, a nuestros afectos y aficiones es algo difícil de sobrellevar, más cuando parece que todo lo que nos da alegría puede parar pero que aquello que genera es intocable, aun yendo la salud de por medio. Existe entonces una carga moral fuerte al momento de conocer un caso de contagio y es si pasó en un contexto de necesidad o de gusto.
Pasando a la velocidad, parece que salvo algunas excepciones el mundo como lo conocemos se quero atorada justo en una pausa insípida y solitaria y cuando más hartos y solos estábamos, cuando pensábamos que podíamos bajar un tanto la guardia, incluyendo a los ortodoxos que se habían flexibilizaron un poco, de pronto todo empezó a moverse más rápido de lo normal y entonces, en mi personal percepción, vivimos un par de meses tórridos, donde las experiencias se amontonaron en el otoño como una cósmica revancha de todo aquello que no ocurrió en la primavera. Pero algo olvidamos o más bien que aprendimos muy poco pues de pronto estamos igual que en mayo, pero cansados y con frio. Llegó el invierno.
Pues al parecer como sucede en todo, no aprender de los errores nos condena a repetir todo en una aterradora espiral, donde si bien pasamos por el mismo punto otra vez, ya estamos en otra vuelta con todo lo que ello conlleva. Aunque la situación general sea similar, nosotros no somos los mismos cada vuelta y evidentemente nuestros recursos emocionales y materiales tampoco lo son.
Sin duda la pausa, la velocidad y los ciclos encierran una íntima relación, las pausas sirven para tomar impulso, pero también enfrían y muchas veces son justo consecuencia de demasiado ajetreo o de demasiados regresos en los ciclos. Creo que ahora que estamos de nuevo en el purgatorio del encierro nos conviene pensar que podemos aprender para no volver a pasar de nuevo por aquí, pero también aprender a parar y sobre todo a no culparnos por hacerlo. La cuestión es si aquellos que deciden habrán entendido que lo primero que debe existir para que el resto de las cosas tenga sentido, son las personas.