ADIÓS A “GUAYO”

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Hijo de fotógrafo y padre de uno centrado en el cine (también de una hija: Edda Penélope, nombrada así por la canción de Serrat), gran conversador y buen amigo, Eduardo Rangel Cerrillo —conocido por todos como “Guayo”— dejó de estar con nosotros el 16 de octubre, mes y medio después de cumplir 66 años.

Con esas coordenadas, decirle adiós significa evocar la puesta en pausa de una mirada que a lo largo de cincuenta años se fijó en los paisajes, los monumentos, los rincones ocultos o menos historiados y, por supuesto, en las personas que viven y cruzan por la ciudad de Guanajuato, la cual, si por arte del diablo llegara a desaparecer, podría reconstruirse con aceptable fidelidad a partir de los centenares de miles de fotos que “Guayo” tomó y constituyen un legado que debe divulgarse.

Eduardo Rangel Cerrillo “Guayo”, en un autorretrato tomado en mayo de 2014.

Altivo sin arrogancia, áspero sin fiereza, un poco por su altura y otro tanto por su voz, “Guayo” comunicaba una inmediata impresión de desmesura algo intimidante, máscara de oso que pronto dejaba ver los rasgos de una auténtica cordialidad, desarrollada bajo la forma de la ironía y el buen humor.

Tomó su primer cámara a los once años; de su padre aprendió a manipularla y a conocer sus secretos, y luego durante cinco décadas las coleccionó, las puso a prueba, incluso las fabricó (hizo varias estenopeicas complejas y hasta de lujo) y, sobre todo, las usó sin descanso y con sagacidad hasta el penúltimo de sus días. Gracias a esa perseverancia, tuvo el privilegio de vivir de la fotografía y, al mismo tiempo, hacer de ella un medio sensible de exploración artística del mundo.

Es falso que en las pláticas de velorio se hable sólo bien de los muertos; quien así opina muestra que ha ido a muy pocos o no sabe escuchar. Porque lo sé, me impresionó que en el de “Guayo” fueran constantes los relatos de deudas pagadas e impagables, de agradecimientos debidos, de favores de todo tipo recibidos de él. A unos les dio clase, les prestó la ampliadora, los químicos para revelar y hasta dinero; a otros les facilitó el cuarto oscuro, les regaló papel y materiales, los acompañó a un viaje; a todos les invitó cervezas y chalupas hasta decir basta; a mí me contó la historia suya y de su padre, y me dio fotos para un libro.

Los fotógrafos Antonio Galindo, Gustavo López, Rafael Doniz y “Guayo”, en una imagen captada la antevíspera de su partida en el Museo del Pueblo. Foto: Mauricio Vázquez González.

Por mucho que se anuncie o pueda preverse, toda muerte deja a los vivos sumidos en un estado de pasmo respetuoso y de silencio, agravado cuando quien se va hace mutis repentino o, peor, cuando los signos que emite están llenos de vitalidad. Durante un mes antes de su muerte vi varias veces a “Guayo” y lo percibí siempre en su mejor condición: para contar anécdotas, fumar, reconstruir pasajes de la evolución urbana, enumerar genealogías, tomar café y hablar de amigos remotos. Justo el rencuentro con su viejo amigo Rafael Doniz, que un poco por azar propicié, marcó mi despedida de “Guayo” el jueves previo al sábado en que murió. Le devolví unas fotos de su padre y hermanos y las metió en un libro que ya no vio.

Detestaba los heroísmos inventados y las leyendas guanajuatenses, a los que juzgaba efecto del tedio o de la ignorancia (“puras mamadas”, era su forma sintética de decirlo). Sin embargo, acaso sin proponérselo, al morir e incluso antes, “Guayo” mismo se convirtió en una leyenda guanajuatense que ya se empieza a contar.