El Laberinto

Monstruoso

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Hace unos días recordé un cuento escrito por Ann MacLeod (se llama igual pero no era la mamá de Trump) llamado Casa propia que me había resultado bastante inquietante cuando lo leí y decidí leerlo en voz alta a mi novio, para después exclamar un chale al unísono.

El planteamiento es realmente sencillo, una pareja compra una casa a un precio de oportunidad debido a la cantidad de reparaciones que requiere y varón, ante la fuerte presión de su mujer, se pasa absolutamente todo su tiempo libre haciendo las reparaciones, hasta que comienzan a desaparecer espontáneamente y sin dolor partes de su cuerpo hasta convertirse en un triste cerebro con dientes.

Y aunque ustedes no lo crean esa no es la parte más monstruosa de la narración , sino el hecho de que a nadie le importa o asombra lo que le está pasando, para todos los que les rodea la vida sigue, las deudas se deben pagar, el trabajo debe hacerse y la casa debe quedar perfecta pues su mujer quiere llevar a cabo una fiesta de inauguración.

Trabaja atado a una silla cuando es solo un tronco con cabeza, sigue pintando las paredes sosteniendo la brocha con la boca, e incluso cuando ya solo es dientes y cerebro corta el césped, peor aún, se estrella con violencias como que se regaña por no ser responsable, por beberse unos tragos de alcohol o por ser asqueroso al comer sin tener manos. Y cuando muere accidentalmente tan solo es depositado en la basura y a los tres días todo sigue igual.

Suena monstruoso llevado a esos extremos, pero eso es lo que hacemos sistemáticamente, esperan que una mujer que acaba de pasar por un parto o peor, por una cesárea, cuide a otro ser humano, que alguien que enferma regrese lo más pronto posible a trabajar, con la amenaza de perder el puesto, que todos sigamos manteniendo la compostura, la responsabilidad y hasta los modales a pesar del dolor o de la imposibilidad de hacerlo y ahí vamos desapareciendo gradualmente entre todos nuestros roles, dejándonos el disfrute, la salud y la vida para finalmente ser reemplazados y olvidados como un foco que se funde.

Tal vez no esté en nuestras manos el poder cambiar las reglas del mundo para hacerlo más humano, menos insensible, pero podríamos o más bien deberíamos empezar por los que nos rodean. No cuesta nada.