El Laberinto

La guerra de los pasteles

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Mi cabecita infantil visualizaba soldados mexicanos y franceses armados con pasteles atacándose en una cómica, deliciosa y casi inofensiva guerra llena de merengue y fresas, lo cierto es que en esta primera intervención francesa ocurrida entre 1838 y 1839 los únicos postres que fueron sacrificados fueron los de Monsieur Remontel, un pastelero galo que estaba establecido en Tacubaya cuyos reclamos fueron un gran pretexto para tratar de aprovecharse de un país joven, malinchista, desordenado y en quiebra. Porque cuando se tiene la suficiente certeza de que se va a ganar y el suficiente rencor acumulado, cualquier motivo es bueno para provocar una pelea.

Actualmente y debido a la controversia causada por la reventa rapaz de los pasteles de un club de precios americano, el término ha estado coqueteando con nuestro imaginario y mi cabezota adulta visualiza a  emprendedores y miembros comunes del club atacandose en una cómica, deliciosa y en apariencia, inofensiva guerra llena de pasteles “matilda” y cheese cakes, en un país aún medio jóven y en quiebra pero sobre todo malinchista.

De nuevo los pasteles son sólo el pretexto para sacar a flote todo el clasismo que llevamos dentro, el de creerse exclusivos por poder pagar una membresía o por tener un trabajo estable que les permita no tener que recurrir al autoempleo o a la reventa informal (porque revender, muchos revenden) y también para visibilizar lo fácil que se puede perder el piso, como les pasó a los emprendedores con el éxito inicial abusando del alboroto y la demanda  para pasar a los precios abusivos e irreales, atentando contra sus clientes, quienes son casi sus iguales.

Para no quedarme atrás y aclarando que no soy la única que lo ha dicho, yo lo tomaré como pretexto para demostrar algunos puntos, como la doble moral que tienen al pensar que cuando una gran empresa acapara e infla el precio es libre mercado digno de admiración y que cuando un revendedor lo hace no lo bajan de naco y hambreado, curioso además pensando que los pasteles son bienes de los que podemos prescindir, no así el agua o la vivienda, por decir algunos ejemplos.

Ojalá esa indignación fuese extensiva a acaparamientos que en realidad son nocivos, lo triste aquí es que al no comprar pasteles, estos se echan a perder y dejan de valer, no así otros bienes o productos ya que al parecer la famosa ley de oferta y demanda, solo aplica si los productos tienen fecha de caducidad.

Ahora, reflexionando por el lado de la comedia, esta situación empezó siendo una fuente de chistes, al igual que los pastelazos (oficialmente) en 1909, pero ha tenido el potencial de hacer que la gente, normalmente reacia y cómoda, perciba en su propia carne lo que se siente vivir una injusticia y que incluso entiendan más de marxismo de lo que casi cualquier profesor haya logrado antes. A mí sólo me queda decir que en los setentas en Estados Unidos, lanzar postres a la cara se volvió un modo de activismo contra la homofobia y la corrupción y que incluso los que recibieron el ataque declararon que era una forma de perder la dignidad. Así sea, para todos los involucrados.