ADIÓS A EUGENIO MANCERA

Compartir

Él tenía 34 años y yo 19 cuando nos conocimos y nunca entonces se me ocurrió pensar que era tan corto el tiempo de vida que nos separaba: quince años.

La consideración resultaba impensable porque él era entonces ya un señor muy serio, padre de dos hijos, gran conocedor de literatura española y mexicana, nueva y antigua, y uno de los mejores profesores con quienes me topé al llegar a la Escuela de Filosofía y Letras; y yo, sólo uno de los jóvenes imberbes que —moralmente incapaces de estudiar Derecho o Contaduría Pública— conducen su extravío hasta las aulas del ex convento de Valenciana.

Sin olvidar jamás que él era el profesor y yo uno de tantos aprendices, nuestra relación alcanzó pronto el punto en el que, tres décadas después, la ha fijado para siempre su muerte, ocurrida este martes en su natal Celaya: el punto luminoso de la amistad que adquiere su solidez en el reconocimiento común de la intensidad que cabe en un minuto; que no funda su firmeza en la frecuentación semanal sino en el culto compartido dedicado a ciertos dioses, por ejemplo Miguel Hernández y Antonio Machado, Garcilaso de la Vega y el capitán Francisco de Aldana.

Para alcanzar ese punto amistoso ayudó mucho que, cierta tarde, antes de comenzar su curso de Literatura medieval, nos pidiera a quienes éramos sus alumnos de primer semestre que le habláramos de tú, con aquella su voz tersa y de tono muy bajo, murmullo cálido, tan parecida a la que él recordaba que tuvo su madre y describió en un pasaje de Sol de los olivos: “De pronto, en el avance de la luz / sobre los limoneros y las frondas, / se oía su voz, su rumor suave, / como una ráfaga de ternura”.

Otro tanto contribuyó a que buscara yo su amistad (y él me la diera) descubrir que, además de profesor riguroso y padre de familia que iba y volvía de Celaya a Guanajuato cada día, Eugenio era escritor, poeta para más señas, oficio al que él no se refirió nunca en clase, como si se tratara de un asunto íntimo, una condición de la cual no hay por qué envanecerse, en tanto que no se elige: se acepta.

Además, la modestia era una manera de ser que se le imponía, un vestigio quizá inconsciente de su condición tampoco divulgada de labriego y horticultor, experiencia de cercanía con la tierra que marcó no sólo su obra y su carácter, sino su cuerpo: el rostro cruzado de arrugas tempranas; la piel recia y curtida de las manos, del cuello y del triángulo del pecho que se asomaba por sus camisas mal abotonadas.

El descubrimiento de que Eugenio Mancera escribía debió de ocurrir en noviembre de 1991, pues esa fecha tiene la dedicatoria que por primera vez me puso en uno de sus libros, La agonía, y a partir de entonces quedó sobreentendido que, entre nosotros, la poesía no era tanto una materia que él enseñaba y yo me esforzaba en aprobar, sino un territorio de admiraciones que nos gustaba visitar, y si era en compañía de un camarada, qué mejor.

De las prosas atormentadas de La agonía, el modesto cuadernillo editado por la Casa del Diezmo, de Celaya, lo que más me sorprendió fue la capacidad de Eugenio para hablar de forma convincente con voces y personalidades que no eran las suyas: mujeres abandonadas y en espera; un militar rencoroso; un joven sinarquista, entre otras. Dos frases de ese librito están subrayadas con tinta azul: “Mi cuerpo es el espacio que abandonas” y “lo que fui porque tú quisiste que yo fuera, con tus palabras honestas y tus imágenes de panes germinados y uvas luminosas”.

Cuerpos y panes, uvas y germinaciones, encajes de algodón y seda y blancos corpiños, pechos que lactan y caderas que hacen callar, se volvieron desde ese momento para mí emblemas de la poesía de Eugenio Mancera, figuración repetida de sus obsesiones de escritor, volcadas de forma dominante sobre el acontecimiento, el acto y la vivencia (espiritual porque fue carnal) del amor, no se crea que sólo brillante y siempre luminoso, sino tantas veces sombrío, como se declara en la experiencia de buscar sin fatiga el “áspero pezón de zumo amargo” (enunciado perfecto).

Al hilo de los libros que siguieron —con mención especial para Cuerpo en su sabor de labios, de 1994—, los lectores de Eugenio vimos confirmada la vieja sospecha: los angustiados son los auténticos vitalistas, los tímidos los auténticos arrojados. Y sí: en persona, Eugenio hablaba con voz callada; luego, en sus libros, esa voz tenue se hacía firme y era la más justa para acompañar los penetrantes y dolorosos y atrevidos poemas que escribió y fue reuniendo en la decena de libros que llegó a publicar.

Porque conoció de cerca los ciclos de las cosechas y las estaciones, porque vio a sus padres envejecer y morir y —con admiración sagrada— a sus hijos nacer, crecer y dejar la casa paterna, Eugenio se ocupó con frecuencia y familiaridad de la muerte, la suya y la del mundo, empeñándose siempre en señalar su indiscutible sentido revitalizador y constitutivo de la maravilla de la vida.

Por eso pudo escribir estos versos en un poema de 2005, los cuales, dos décadas después, con su muerte a los 68 años, adquieren la tonalidad de una búsqueda cumplida:

Ahí está la muerte, la dulce y agria muerte.
Ahí está callada latiendo como corazón
de carne y pena, como una entraña dividida.
No está en la tristeza de los álamos,
los solitarios álamos del alba,
sino en la sangre del amor y de la vida.