El espacio de Escipion

Nueva política de seguridad… ¿disuasiva o invasiva?

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El nuevo diseño de la política de seguridad pública en México ha llegado, pero, como suele suceder, la visible hasta ahora no termina de convencernos. Pronto surgen las dudas, la resistencia y la inquietud respecto a las posibles consecuencias que podría acarrear en nuestra vida cotidiana. Es tema delicado, moral, discursivo, ideológico, ciudadano y partidista, porque todo ello implica una nueva arquitectura que debe aclarar pronto si es disuasiva, lo cual esperamos todos, o invasiva, lo que tenemos también algunos.

Por una parte, luego de seis años, el proceso de consolidación de la Guardia Nacional a través de la creación de una nueva ley y de las reformas necesarias para garantizar su permanencia como institución del Estado Mexicano, mediante su adscripción a la Secretaría de la Defensa Nacional, ha tomado forma. Esta transformación institucional ha sido presentada como un paso decisivo hacia la profesionalización y centralización de las fuerzas encargadas de la seguridad pública, bajo el argumento de que una estructura sólida y coordinada puede responder de manera más eficaz a los desafíos que enfrenta el país.

Sin embargo, la integración plena de la Guardia Nacional a la esfera castrense genera diversas interpretaciones: para algunas personas representa una oportunidad para combatir la inseguridad con mayor inteligencia, estrategia coordinada entre los militares y los civiles encargados de la seguridad, mayor disciplina y recursos humanos, financieros y materiales, mientras que para otras incrementa el temor a la militarización de la vida civil y a la posible erosión de derechos fundamentales, especialmente en lo que se refiere al derecho a disentir, protestar y generar conflicto sociedad- Estado.

Los detractores de derecha acusan “la consolidación de un Estado autoritario” o “dictatorial”, mientras que la crítica desde la izquierda acusa una derechización y contradicción a la oferta inicial de la 4T: las nuevas leyes dotan a militares acceso a información de cualquier ciudadano, registros públicos, privados, bancarios, notariales, biométricos, dicen, sin control judicial.

Los temores están fundados, pero quizá también se exagera. Michel Foucault en Vigilar y Castigar (1975), el filósofo que mejor analizar el micropoder, define la vigilancia como poder disciplinario, una herramienta para jerarquizar, ordenar y normalizar a los individuos. El observador panóptico desde la torre donde nos cuida sabe lo que hacen los presos en sus celdas; sin embargo, estos desconocen si él está allí o no. Así quizá se imagen muchos esta nueva orientación del Estado vigilante.

La discusión sobre la naturaleza y alcance de esta política se vuelve aún más relevante si consideramos el contexto social y político contemporáneo, en el que la confianza en las instituciones es frágil y la exigencia ciudadana por transparencia y respeto a las libertades cobra cada vez mayor fuerza.

A pesar de los discursos y las buenas intenciones, persiste la sensación de que el país camina sobre una delgada línea. Por un lado, existe el temor de normalizar la presencia militar en la vida pública hasta el punto de aceptar recortes a las libertades como un mal menor. La paradoja se profundiza: exigir orden sin sacrificar derechos, y demandar resultados sin renunciar a la crítica y al escrutinio.

En medio de este panorama surge una contradicción que parece parte de nuestro ADN social: la doble moral que marca el debate sobre la seguridad. Nos indignamos diariamente ante la impunidad, la corrupción y la violencia que afectan las calles, pero al mismo tiempo, cuando las autoridades intentan endurecer controles o ampliar facultades para combatir estos males, se desata un rechazo igualmente fuerte.

Resulta paradójico observar cómo, por un lado, se exige mano dura, más patrullas y presencia militar, y por otro, se rechaza cualquier medida que pueda alterar la propia cotidianidad o poner en entredicho ciertos privilegios, costumbres y hasta negocios que sobreviven en los márgenes grises de la legalidad. No faltan relatos de quienes, mientras critican la inseguridad, venden flotillas de vehículos con escasa verificación de origen o clientela; de quienes aprovechan la derrama económica proveniente de actividades ilícitas, o de quienes exigen derechos y garantías, pero, al menor contratiempo, desobedecen reglas básicas de convivencia o buscan evadir controles.

Aún faltan muchos ajustes. Queda el tema de los cuerpos policiacos y resolver las grandes dudas sobre la coordinación entre policías estatales y municipales, que son los eslabones más débiles y corrompibles de todo el fenómeno de inseguridad en el país.

Ahora también el Congreso aprobó las reformas a la Ley Antilavado, más obligaciones para el combate al lavado de dinero en México, justo cuando la presión de Estados Unidos apunta a la fragilidad con que opera el sistema financiero mexicano.

Asimismo, se aprobaron reformas en materia de desaparición: habrá CURP biométrica y plataforma de datos personales con todo lo que ello implica.  Mientras, crecen las preocupaciones a la nueva Ley de Telecomunicaciones y los temores de que las nuevas acciones sean invasivas, aunque dichas prácticas han sido cometidas tanto por el Estado como por privados, con y sin legislación.

A lo anterior se suma la sobreoferta y sobre expectativa de que habría un mejor Poder Judicial, lo cual ya es una derrota anticipada, pero no se dice nada aún del punto inicial de la impunidad que sigue intacto: los ministerios públicos y las fiscalías, federal y estatales, a las que urge una reforma profunda, permanecen como eslabones frágiles de la justicia mexicana.

La percepción generalizada es que, por más que se fortalezcan los cuerpos de seguridad o se endurezca la legislación, mientras estas instituciones no sean transformadas de raíz, la puerta giratoria de la impunidad continuará funcionando. Sin una procuración de justicia eficaz, profesional y cercana a la ciudadanía, cualquier avance en materia de seguridad pública corre el riesgo de diluirse en la inercia de procesos opacos, investigaciones mal integradas y sentencias que rara vez alcanzan a quienes verdaderamente afectan la vida colectiva.

Además, se multiplican las interrogantes sobre los mecanismos de rendición de cuentas, la capacitación en derechos humanos y la capacidad real de estas fuerzas para atender las causas profundas de la violencia. ¿Puede una política eminentemente punitiva resolver problemas sociales de fondo? ¿O terminará por reforzar dinámicas de desconfianza y fragmentación en la sociedad?

Por supuesto, mucha pedagogía sobre la justicia, que debemos recibir tanto ciudadanos como funcionarios públicos encargados de nuestra protección. Mientras esto ocurre, la imagen que circula masivamente teniendo a Omar García Harfuch como epicentro de todo lo anterior, inquieta mediática, política y socialmente.

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