Re-creación y re-construcción del texto narrativo
Yunuen Alvarado Rodríguez
Toda obra literaria es producto de un proceso de selección y combinación de palabras, descripciones, figuras retóricas, contextos, personajes, etc., .realizado por un autor con la intención de comunicar “algo”.
Es preciso definir que este “algo” que se transmite es un producto artificial, resultado de la imaginación del creador. Así pues el resultado consta de unidad temática, variaciones temporales, referencias contextuales, descripciones detalladas, caracterización de personajes, etc.
Sin embargo, cabe preguntar si es esto lo que realmente crea y compone una obra literaria. En sentido estricto la respuesta es “sí”, ¿pues qué más es un texto literario sino la combinación de todos estos recursos que crea un microcosmos? Pero si reflexionamos atentamente la primera cuestión ¿acaso no sería más propio considerar que la obra literaria no existe hasta el momento de ser leída? Pues, en efecto, la obra surge a los ojos del lector hasta el momento en que la lee, aunque al afirmar esto definitivamente el problema estaría en definir si entonces antes de que un lector específico conozca una obra, ¿la obra no existe? Pero esa es una cuestión que le atañe a la teoría del conocimiento y a otras ramas de la filosofía, ajenas a la intención de este escrito.
Luego entonces, la respuesta deberá ser un tanto conciliadora entre estas dos posturas totalizadoras, y para encontrarla, nos acercaremos a lo que Luz Aurora Pimentel propone en las primeras líneas del último capítulo de su texto El relato en perspectiva: “La realidad de la literatura está en su lectura; no hay obra y por tanto no hay significación, sin la lectura. Leer es participar en la construcción del texto y del mundo porque la literatura, y en especial la narrativa, es parte del mundo de la acción sólo cuando es leída” (p. 163).
Con la cita anterior, obtenemos de principio una importante aclaración, pues se afirma que leer es “participar de la construcción del texto”; sin embargo no se afirma que la existencia del texto dependa de su lectura. Ahora bien, luego de haber clarificado que la lectura sí contribuye a la significación del texto literario, conviene realizar un acercamiento a la definición del proceso de lectura realizada por la misma autora: “Leer implica, entre tantas otras cosas, un constante proceso de selección y de organización, un incesante desciframiento de signos imbricados y entrecruzados, una proyección, una proyección de la especialidad retórica de los signos; en pocas palabras una incursión en el lenguaje, que en tanto que constitutivo de una colectividad, es ya desde siempre un mundo y una entidad en el tiempo” (p. 163).
Así, el acto que realiza el lector al enfrentarse directamente con la obra literaria, es un uso estético del lenguaje, no sólo al reproducirlo a través de sus ojos, sino al realizar una necesaria conexión entre elementos que le permita dilucidar con claridad una secuencia de actos, que no necesariamente coincide con el acomodo predeterminado que el autor elige para presentar el texto (discrepancias entre el tiempo narrativo y el tiempo diegético).
Entonces, el texto surge como un universo simbólico listo para ser descifrado y de esta manera se establece una relación de comunicación, total y absolutamente metafísica, entre autor y lector, pues su único medio de interacción es el texto mismo y no es necesaria una relación directa entre los dos miembros del circuito.
El mensaje es transmitido por un autor determinado, en un momento determinado, pero sobre todo con una intención determinada que no siempre expone en el texto, que en muchas ocasiones se reserva para sí y quizá muera sin revelarla. Mas el trabajo del lector, es precisamente tratar (consciente o inconscientemente) de revelar ese misterio que el texto esconde, ya sea relacionando hechos aislados en una secuencia temporal, ya realizando inferencias con base en circunstancias dudosas, en fin, re-construyendo toda una serie de elementos que intencionalmente han sido acomodados así por un autor.
El diálogo que se genera entre lector y autor es completamente condicionado, pues el texto mismo ofrece una serie de limitantes que restringen el campo de sus posibles interpretaciones. Lo interesante de este diálogo estriba en que la intención con la que el mensaje es transmitido por el autor sólo él la sabe, y mientras el lector trata de descifrarlo ni uno ni otro sabrán; uno, si su mensaje fue recibido como él quería; el otro, si la interpretación que realiza es correcta.
Pero una cosa es bien cierta: un lector empírico, sea quien sea, debe enfrentar la obra, realizando de antemano un “pacto ficcional” con el contenido de la misma, el que lee, debe estar dispuesto a creer por unos instantes lo que ahí en el texto se relata. Sin este “pacto ficcional”, la verosimilitud de la obra se pierde y el microcosmos, no importa lo bien construido que esté, se destruye.
Y ante esto, la responsabilidad del lector con una obra literaria, es demasiada: quien lee tiene sobre sus hombros el papel más importante, pues independientemente de su interpretación, es la re-construcción y re-creación de elementos la que permite a la obra existir como tal ante los ojos de un sujeto lector.
Ahora bien, hasta este momento tenemos bien claro que el autor realiza su obra con una intención, que la obra se re-crea ante los ojos de un lector y que es éste quien con esa re-creación realiza su propio desciframiento de los códigos que aparecen en la obra. Pero falta esclarecer si dentro de la intención del autor existe una posible lectura ideal, pues tengamos en cuenta que el primer lector de la obra es el propio autor.
Y quizá para la resolución de esta cuestión, sea de utilidad citar nuevamente a Luz Aurora Pimentel, quien afirma: “Conforme lee, el lector va dibujando una imagen del autor, al tiempo que va siguiendo todas las instrucciones de lectura, pero esa imagen, nada tiene que ver con un conocimiento biográfico del autor histórico, sino que es producto de estructuras tanto discursivas como narrativas en las que se inserta la enunciación. […] De la misma manera el autor al construir su texto, tiene en mente un tipo de lector al cual va dirigido su discurso, y que simétricamente ha sido llamado “lector implícito” o “visual”. El perfil de ese lector orienta al autor en todos los niveles de la escritura del texto; desde la cantidad de información descriptiva y narrativa que ha de ofrecerle (o negarle), hasta las referencias a códigos culturales que el autor supone “compartidos”, o bien un saber tan recóndito que aludir a él es ya una invitación (si no es que una orden perentoria) a salir del texto en cuestión para completarlo con otros textos” (pp. 174-175).
La respuesta que esta cita nos ofrece es clara, pues la intencionalidad del autor se complementa al imaginar a un lector ideal, capaz de seguir las señales marcadas en el texto, crear relaciones con base en referentes extratextuales, etc.; pero además de responder, suscita la idea de que el lector empírico realiza el papel de este lector ideal. Esto porque el lector empírico, al seguir las instrucciones de lectura puestas de tal o cual manera con base en la figura de un lector ideal, el primero, está interpretando las acciones del segundo, por lo que funciona como la última pieza del rompecabezas, de la cual depende el adecuado funcionamiento del todo.
Sin embargo, ningún lector empírico podrá representar al cien por ciento el “papel estelar” del lector ideal, pues los referentes extratextuales de cada individuo son de una variedad inmensa y ésta ocasiona por consecuencia una multiplicidad de interpretaciones muy variable a pesar de las limitaciones que el texto ofrece.
Podemos concluir que, en efecto, el papel del lector en la realización máxima de una obra literaria es de gran importancia, ya que su interpretación requiere de la re-construcción y re-creación de una serie de elementos intencionalmente acomodados de un modo con el fin de generar una reacción. Cuando la lectura es realizada mediante el “pacto ficcional” lector-texto, existen más posibilidades de que la intención de la obra sea develada y por tanto la interpretación del lector empírico tiene un mayor acercamiento al papel del “lector ideal”.
Aunque hay que aclarar que no sólo es este pacto lo que colabora en tal realización sino la formación individual de cada lector empírico, que le permitirá o no comprender los amplios pero a la vez limitados sentidos de la obra literaria.
Bibliografía
Pimentel, Luz Aurora, El relato en perspectiva, Siglo XXI, México, 1998.