La muerte

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LAS COSAS COMO SON (columna de asuntos terapéuticos)

Jorge Olmos Fuentes

Para esta ocasión me vino la sensación de que el tema a tratar es la muerte. Hecho del que nadie escapará, y que forma parte de la economía del cosmos. ¿Cómo verla sin temor y acaso con algún provecho? Las palabras se dicen fácil, pero los acontecimientos no se enfrentan ni se digieren con facilidad. Tal vez sea mejor dicho ¿a qué le teme uno cuando oye hablar de la muerte, de morir, de morirse? Éste sería un modo de mirar las cosas como son, y quizá con ello de conseguir algo de serenidad y confianza. Muchas de las veces, uno siente tristeza y dolor ante la muerte de un ser querido, por señalar un ejemplo, porque sabe que ya no contará con esa presencia física, porque uno se ve desprovisto de lo que provenía de esa persona. Es decir, la muerte nos afecta por la situación en que nos deja, y no tanto por lo que pasa al difunto. A lo mejor ayuda en algo o en mucho mirar al fallecido, e intentar conciliar las posiciones. Otras veces nos afecta porque ese morir trae consigo una culpa, un resentimiento, una necesidad de pagar lo que otro hizo. Caso que suele suceder cuando se trata de accidentes, de decesos súbitos, de actos injustos. Y cada uno de nosotros sabe, de acuerdo con su propia conciencia familiar, qué es culpa, qué es enojo, cuál es esa sensación de tener que expiar deudas anteriores. Ocurre algo parecido en casos en que se participa de un infortunio colectivo, por ejemplo la guerra, o actualmente, por señalar un caso contemporáneo, el enorme riesgo de atravesar la frontera en condiciones por demás adversas. Con frecuencia el que sobrevive al infortunio se niega ya a tomar la vida, quiere compensar a los fallecidos con su malaventura, llega incluso a poner en prenda su propia vida. Y hay mil maneras de exponerse a perder la vida, para igualar la situación con los compañeros caídos. Igualmente, pueden tomarse en cuenta los fallecimientos en parto, los hijos no nacidos, los embarazos interrumpidos, los hijos que fallecen. En la mayoría de estos sucesos, alguien o alguienes, secretamente, suelen culpar al marido, a alguno de los padres, a otra persona. De cualquier modo, la consecuencia es parecida: el miedo a la reproducción queda sembrado, una especie de necesidad de no consumar una relación de pareja, la destrucción de la vida conyugal, entre otros efectos. Y la causa es análoga: no se mira a quien fallece, y se enfoca más la mirada en lo que uno siente y cree y supone que debe hacerse. Desde esta perspectiva, lo conveniente es en todos los casos también similar: primero hace falta mirar las cosas tal como son, intentar ver el hecho como ocurre, y asentir, sí, oyó bien, asentir, a lo acontecido. En seguida, haya ocurrido lo que haya ocurrido, hay que ver a quien fallece, verlo a los ojos, y amorosamente expresarle la emoción o el sentimiento primario, el más profundo, que por eso mismo suele ser el más oculto. Para esto es imprescindible no confundir el sentimiento que se racionaliza, que existe más a ras de piel e inmediato, con el que surgió como reacción a lo ocurrido. Me explico: solemos actuar con indiferencia, asumir que somos muy comprensivos con lo que sucede en el vivir, que lo relacionado con la muerte no nos afecta. No obstante, debajo de esa conducta se agita, cautiva, una tristeza grande que no podemos confesar, un dolor de abandono que no queremos sentir ni considerar dentro de nosotros, provocado por la muerte de un ser muy querido. Lo importante es remover esa tristeza, ese dolor, y hacérselo saber, con todas sus letras, a quien le corresponde, así haya fallecido hace mucho tiempo. Para eso existe la formidable facultad de la visualización imaginativa, que podemos dirigir. También es importante reconocer que se siente miedo ante el morir por las razones que sean, y manifestárselo ¿sabe a quién? A la Muerte, que no tiene que ser como la pintan. Cada persona en su interior tiene una imagen para la muerte; lo fundamental es mirarla, el tiempo que sea necesario, y permitir que hable el interior, el sentimiento primario para exteriorizar lo que de verdad afecta y condiciona una parte de nuestros actos. Al final de cuentas tendremos que aproximarnos a lo inevitable, a la comprensión de que la semilla parece perder la vida bajo la tierra, pero sólo cambia de apariencia para propiciar una vida nueva. Al entendimiento de que nuestros ancestros permanecen vivos en nosotros, su memoria es ya parte de la nuestra, a la comprensión de que su vida estuvo al servicio de La Vida, regida por los designios de la Gran Alma, de la Conciencia Universal, de Dios, de Alá. Bien mirado, nuestros ancestros vivieron y murieron para transmitir lo que tampoco les pertenecía: la luz de la vida, el soplo que los animaba. Ahora cada uno de nosotros tiene esa luz dentro de sí, disfruta del soplo vital, pero un día hemos de entregarlo, tal vez súbitamente, tal vez al cabo de una vida longeva, quizá en medio de una agonía larga, mejor dicho todavía: hemos de pasarlo a los descendientes en un acto generoso por demás desinteresado, pleno de amor. A lo mejor entonces la Muerte no nos parecerá temible ni la peor desgracia.