La representación humana y divina del poder en el teatro Barroco

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Shakespeare y Calderón de la Barca

Yunuen Alvarado Rodríguez

El periodo renacentista representa el fin del oscurantismo de la Edad Media para dar paso al retorno del humanismo, mediante el cual el hombre es ahora la medida de todas las cosas.

La tempestad, grabado del siglo XVIII. A la derecha: Próspero y su hija Miranda

Dentro de las representaciones artísticas, en una admiración por la antigüedad clásica, se pretende retomar el canon de lo ideal, visto como lo bello, lo bueno y lo verdadero; dejándolo notar sobre todo en las artes plásticas (pintura y escultura), donde las figuras humanas son representadas en completa desnudez y con una estética basada en el concepto de mimesis.

En lo que respecta al teatro, la mitología pagana es fuertemente retomada, además de representar al hombre como medida de todas las cosas.

Es en el periodo renacentista cuando el teatro consigue alejarse de su función meramente moralizante y evangelizadora (gracias a la reforma protestante). Las temáticas cambian; por supuesto, ahora las preocupaciones por las pasiones humanas prevalecen en las creaciones dramáticas, abordadas desde una perspectiva que puede ir desde lo más serio hasta muy buenas exposiciones de la comedia.

Además, el teatro se establece como actividad profesional tanto para los dramaturgos como para los actores, prescindiendo cada vez más de los aficionados. Este hecho por supuesto enalteció la calidad de las representaciones convirtiendo al teatro en todo un arte que requería del completo dominio de una técnica actoral.

Posteriormente, hacia finales del siglo XVI, el periodo Barroco tiene sus inicios, caracterizándose en la literatura por un estilo de escritura extravagante y exagerado en el uso de figuras retóricas. Este periodo, en contraste con el anterior —el renacimiento buscaba el equilibrio en todas sus creaciones— se identifica porque, por el contrario, pretende más bien lograr la desproporción de las medidas en sus productos artísticos.

La temática central del teatro del Barroco gira en torno a la dicotomía entre apariencia y realidad. Los dramaturgos intentan en su mayoría lograr una conmoción en el público, a través de la provocación y el cuestionamiento que mediante sus obras realizan. Todo con la finalidad de generar en el espectador una reflexión sobre la vida.

Lo descrito por supuesto tiene lugar a partir del rechazo que Galileo realiza contra la teoría geocéntrica, lo que provocó la desorientación de la realidad prácticamente en toda Europa y trajo consigo una completa pérdida de la certidumbre.

Claros ejemplos de lo antes mencionado son sin duda dramaturgos como Pedro Calderón de la Barca (español) y por supuesto William Shakespeare (inglés). Los dos, a pesar de haber vivido situaciones geográficas distintas, tienen en sus obras más en común de lo que a simple vista se percibe.

Calderón fue en primera instancia comediógrafo de la Corte, aunque por la calidad de sus comedias, no le fue difícil ganarse a todo tipo de público, incluso al más popular. En sus comedias puede percibirse la verdadera religiosidad del autor; así como las influencias que toma de Lope de Vega.

Shakespeare por su parte exhibe una gran diversidad en su obra. Autor tanto de comedias como de tragedias, con la más diversa calidad temática exalta las pasiones humanas como motor rector de casi toda su producción. Aunque la mayoría de sus obras fue escrita en el Renacimiento, las últimas admiten su integración en los inicios del Barroco.

La vida es sueño, detalle del mural en bronce del monumento de Madrid.

Nuestro objetivo principal consiste entonces, a través de la comparación de dos de las obras principales de estos autores: La vida es sueño de Calderón y La tempestad de Shakespeare, en ubicar cómo conciben ambos autores el poder y cómo es que lo manifiestan, tanto en el plano de lo humano como en el de lo divino; cómo es que ambos planos del poder se encadenan y de qué manera se refleja este hecho en la pérdida de la certidumbre que se percibe en el Barroco.

Es posible notar, en las obras de ambos autores, que la trama sólo se desenvuelve a partir del ejercicio del poder, pues en ambas los dos protagonistas (Próspero y Segismundo) comienzan el desarrollo de la obra en una especie de exilio encausado.

En La vida es sueño, Segismundo está preso en una torre, por órdenes de su padre, pues éste temía que las predicciones guiadas por las estrellas se hicieran realidad y entonces su hijo se convirtiera en un rey tirano. Mientras tanto Próspero, en La tempestad, se haya exiliado con su hija Miranda en una isla, porque su hermano Antonio, en el afán de poseer el título de duque, provoca su naufragio.

A poco de andar, la posición inicial de esos protagonistas sale completamente de su control; y en ambos casos será el poder político quien los reprima de su libre ejercicio de un título que a ambos les corresponde “por derecho divino”.

La comprensión de esos hechos hace necesario atender, así sea sucintamente, al argumento de  La vida es sueño. En la obra, Segismundo, uno de los protagonistas, se encuentra bajo la tutela de Clotaldo, quien le procura alimento, estudio; al parecer es la única voz con la que el protagonista ha podido sostener alguna conversación a lo largo de su vida. Esto es así hasta que aparece Rosaura, quien se topa por accidente con la torre de Segismundo y le hace partícipe de sus desventuras.

Posteriormente, en el palacio, el rey Basilio, padre de Segismundo, evocando el derecho divino que tiene su hijo de tomar el poder, decide darle una oportunidad para ejercer su cargo. Claro, con las medidas y precauciones que sólo un rey supersticioso podría tomar. Por lo tanto, pide a Clotaldo que en los alimentos de Segismundo sea introducida una droga somnífera, con el objetivo de provocarle un pesado sueño y, durante este lapso, darle el lugar que le corresponde en el palacio. De este modo, si algo salía mal, el príncipe Segismundo podría regresar a la torre, pensando que se había tratado no más que de un sueño.

Así, el príncipe al despertar y tomar posesión de su trono, actúa bajo los efectos de las drogas. Efectivamente, comportándose como todo un tirano, hace coincidir los hechos reales con los predichos por las estrellas. Por esta razón, Segismundo regresa a la torre recordando con detalle lo que pasó, lo que lo conduce a serias reflexiones y a decidirse por obrar “bien”. Mientras tanto, en el palacio, ante las circunstancias reseñadas, Basilio decide darle el trono a su sobrino Astolfo; sin embargo, el pueblo, enterado de la existencia de un príncipe legítimo, libera a Segismundo y exige al rey que cumpla con el derecho divino.

Comenzando de lo particular a lo general, lo primero que se nota es el sometimiento que prima dentro del núcleo familiar: el padre decide absolutamente sobre la vida de su hijo, llevándole a un punto prácticamente inconsciente del mundo real. Pero esta decisión estuvo regida por un poder aún más notorio, el poder político; Basilio teniendo a su mando todo un pueblo, tenía que cumplir con el deber de salvar a éste de una posible tiranía.

Basilio encontraba en riesgo toda su nación, y a su estirpe, si su descendiente directo tiranizaba el ejercicio del poder, por lo que éste, en lugar de ejercer el derecho de muerte contra su hijo (en reconocimiento tal vez al fuerte poder que los lazos familiares representan), solamente le niega el derecho de vida en el plano social, pues lo aprisiona sin darle oportunidad de nada más que de llevar su vida prácticamente sólo.

Pero resulta imposible dejar de percibir que estas manifestaciones humanas están regidas por la superstición, pues Basilio basa su decisión, que afecta tanto a un nivel familiar y político, en una especie de poder metafísico. Basilio basa por completo su juicio respecto a su hijo en lo que un intérprete de los astros le cuenta que pasará. En efecto, el augurio se vuelve realidad en un momento en el cual Segismundo rige su comportamiento tiránico por efectos de drogas. Su mal comportamiento lo fuerza a reflexionar sobre el bien y el mal y entonces éste promete actuar bien si es posible que vuelva a ejercer el poder político que le corresponde.

Página inicial del libro Obras de Shakespeare (1623)

Y efectivamente al parecer eso es lo que sucede en el desenlace de la obra. Sin embargo, ¿cómo es que Basilio, que confiaba tanto en el poder de las estrellas como para privarle de su derecho de libertad a su propio hijo, aceptó tan confiadamente los sucesos subsiguientes a la liberación de Segismundo?

Podemos intuir que la respuesta a esta cuestión se encuentra fuertemente ligada al poder divino-religioso que acompaña muy de cerca la atmósfera de toda la obra. En la época en que se desarrolla la obra es innegable que el poder de un rey lo otorga Dios. De esta manera Basilio, al no ejercer el derecho de muerte que su poder político le ofrece sobre su hijo, ante la amenaza de su tiranía (supuesta por el poder representado por la astrología), a causa del poder de los lazos consanguíneos que los unen, no puede reconocer otra opción en ese microcosmos que el hecho de que Dios regule todas las acciones, incluso las decisiones de soberano Rey Basilio. A éste no le queda sino confiar en la voluntad divina que exige el ejercicio del poder político por parte de Segismundo.

Lo referido hasta aquí permite darnos cuenta de que la historia inicia en un punto muy semejante al de La vida es sueño, pues en esta Próspero, el protagonista, se encuentra abandonado en una isla a causa de un naufragio provocado por su hermano Antonio, quien deseaba adjudicarse el ducado de Milán perteneciente por derecho a aquél.

La obra entonces comienza con la tempestad que ocasiona Ariel, un ser sobrenatural y mágico, por órdenes de Próspero, el protagonista. A partir de la aparición de este personaje en la escena, el espectador es puesto al tanto de lo que espera a los personajes: se reconoce de inmediato que el protagonista tejerá la trama a partir de su búsqueda de venganza.

Próspero funge entonces como el soberano de la isla, ejerciendo el poder sobre seres mágicos que obedecen todas y cada una de sus órdenes. Así, Próspero planea, mediante la tempestad, provocar el naufragio de un barco, en el que adivina la presencia de su hermano acompañado del rey de Nápoles y otras figuras importantes en la estructura política de Italia.

Próspero, en su papel de semi-dios, pide a Ariel que divida a la tripulación en distintas áreas de la pequeña isla, petición que cumple. Pero curiosamente jamás permite que los grupos de personajes se encuentren unos con otros, propiciando la desesperación colectiva y al mismo tiempo en soledad, pues ningún grupo consigue encontrar una salida de la isla ni alguna posibilidad de ayuda.

Entonces, Próspero, con afán de venganza, pretende ejercer contra su hermano traidor el derecho de muerte, otorgado por el poder sobrenatural de los seres mágicos de la isla, donde rige como soberano absoluto, y contra los personajes que interfirieron en el desarrollo de su vida. Próspero se veía obligado así (al tener tan cerca a sus agresores) a tomar venganza para evitar su muerte, pero en el desarrollo de la obra no ocurre así. Es verdad que el protagonista tiene la intención de llevar a cabo su venganza, pero en el momento en que tiene el poder de ejercer ese derecho de muerte, el amor que su hija Miranda despierta hacia Fernando, hijo del rey de Nápoles, propicia que Próspero otorgue el perdón a su hermano Antonio. Y no sólo eso, sino que aceptando volver a Milán, renuncia al poder mágico que le otorgan los seres sobrenaturales de la isla. Así, el caos ocasionado en ese microcosmos parece disolverse solo en cuestión de segundos.

Retrato de Calderón de la Barca, tomado del libro Retratos de Españoles ilustres (1791)

Luego pareciera ser que en esta trama las estructuras y las figuras de poder se relacionan de manera distinta: Próspero, a quien en un principio identificamos situacionalmente con Segismundo, también podría parecerse en cuanto al ejercicio soberano y absoluto del poder a Basilio. Sin embargo se diferencia en el actuar porque Basilio como soberano no tiene otra opción aparte de confiar en el derecho divino que a su hijo corresponde. En contraste, Próspero, teniendo de su lado el control de las vidas de todos los personajes, se decide a perdonarlos, a pesar de un detalle que hasta el momento hemos pasado por alto: él convive directa y casi totalmente con el conocimiento y también, como ya vimos, con las ciencias ocultas. Tal evidencia induce a pensar que no sigue un pensamiento religioso (como le pasa a Basilio); sin embargo son los sentimientos humanos los que hacen que La tempestad tenga un final inesperado, tanto para la obra misma, como para hacerla parte de toda la producción de Shakespeare.

Es importante remarcar tres coincidencias: en ambas obras, las relaciones familiares son puestas en un entorno político, lo que hace que los lazos consanguíneos se fracturen; el poder absoluto que se muestra en las dos obras mediante figuras humanas, tiene un límite, en la primera (como ya destacamos) el límite es divino y en la segunda el límite es un tanto emotivo, además de espacial, pues Próspero fuera de al isla ya no tiene poder mágico; por último, la vida de ambos personajes principales se ve en ciertos momentos vinculada directamente con lo mágico, pues es la adivinación lo que condiciona la represión de Segismundo y es la magia lo que permite a Próspero exponer la vida de otros personajes y a la vez reflexionar sobre el perdón que finalmente ejerce.

Para concluir, vale la pena mencionar que la representación humana del poder en el teatro barroco va estrechamente ligada al plano de lo espiritual, e incluso controlada por éste, en su manifestación de fe en lo divino o en lo emotivo que existe dentro del hombre. Son estas cosas, precisamente, las que de alguna manera atenuaban la pérdida de la certidumbre a la que Europa se enfrentaba con el descubrimiento de “nuevos mundos” y con la caída del geocentrismo.

De este modo, aunque es claro que lo que los dos autores realizan es un cuestionamiento característico en la literatura barroca —proponiendo a la vida misma como ficción—, alcanza a percibirse en ambos una necesidad de sustento y de certeza que cada uno expone a su modo en sus producciones.

Bibliografía

Calderón, de la Barca, Pedro, La vida es sueño, Milenium, Madrid, 1999.

Foucault, Michel, Historia de la Sexualidad, tomo I, Siglo XIX Editores, México, 1999.

Macgowan, Kenneth y William Melnitz, Las edades de oro del teatro, Fondo de Cultura Económica, 1985.

Shakespeare, William, The Tempest, Penguin Books, Inglaterra, 1996.