La Victoria Alada: ganó y voló

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Carlos Ulises Mata

Abuso: Vicio ligado a todas las costumbres, a todas las leyes y a todas las instituciones humanas; su revisión detallada no podría ser contenida en ninguna biblioteca existente. Los abusos gobiernan los estados.

Voltaire, Diccionario filosófico

Intervenir en el debate (en realidad inexistente, más allá de las declaraciones negacionistas) sobre la decisión de adquirir una escultura para su exhibición pública en Guanajuato a un costo de 39 millones de pesos, sin licitación, sin claridad sobre la forma en que se definió su costo, sin revelación del proceso decisorio mismo y su respaldo legal, y con total oscuridad sobre la cantidad exacta de recursos públicos que en ella se usarán, exige en primer término situar el ámbito en que debe desarrollarse la discusión.

Por mi parte, influido quizá porque en el centro del asunto está una escultura (la llamada “Victoria alada”), porque quien la construirá es un artista (no discutamos ahora si nos gusta o desagrada la obra del señor Motilla), y porque he discutido el tema sólo con amigos artistas, me vi tentado en principio a pensar que lo que estaba en cuestión era la facultad de juicio estético de los integrantes del gobierno que promueve la obra, así como sus estrategias de apoyo a la creación artística, y que en consecuencia había que situar el debate en el terreno de la política cultural.

A esa misma idea me condujo el conocer una de las escasas declaraciones que el gobernador del estado ha hecho en torno al tema, ofrecida el jueves 6 en el sitio donde algún día estará (y cuatro meses después ya no) la llamada Expo Bicentenario: “Este es el momento de una generación, yo creo que hay que festejarlo con una infraestructura que va a dejar huella en Guanajuato y en México, con un programa que es punta y líder (…), una expo de cultura e historia” (A.M., 7 de mayo, p. 3; las cursivas son mías).

En esa misma línea, Marco Antonio Vergara, uno de los integrantes del Consejo Consultivo de la Expo (entidad ciudadana ante la cual presuntamente son consultadas las decisiones del Fideicomiso que lleva la obra, aunque ya el maestro Trueba dijo que no fue así en este caso), llevó también el asunto al terreno artístico, el cual al parecer tiene prohibido aproximarse al terreno del sucio dinero. Dijo: “No somos expertos en ese sentido (el de fijar el precio de una escultura), las obras de arte algunas son económicas, otras son costosas, es muy relativo el costo. A mí en lo particular me parece una extraordinaria y excelente obra, yo pienso que es una obra digna para la Expo Bicentenario” (A.M., mismo día y página).

Y a pesar de haberse declarado inexperto “en ese sentido”, enseguida Vergara Larios compartió otras de sus consideraciones estéticas sobre la “Victoria alada” (obsérvese la progresión gloriosa de adjetivos): “La propuesta (…) pareció una escultura adecuada, hermosa, impactante, imponente, una escultura artísticamente extraordinaria desde el punto de vista artístico” (transcripción de Shayra Albañil, en el A.M.).

Sumado a ello, el director de exposiciones de la oficina federal de festejos por el bicentenario (tiene un nombre más largo la oficinota, pero dejémoslo así), José Ortiz Lanz dio a entender que el gasto en obras culturales goza de un privilegio de arbitrariedad que no tienen los demás usos presupuestales, los cuales deben ser licitados y justificados. Dijo: “La Ley Federal de Adquisiciones señala en uno de sus artículos [no dijo cuál y los reporteros se quedaron tan tranquilos] que no hay ningún inconveniente en asignar este tipo de obras sin licitación” (cursivas mías).

Como se ve, pareciera que la tendencia preferida de los responsables públicos es la de dirigir el tema de la escultura de Motilla al territorio del juicio estético y la promoción artística y cultural, en los que, según dan a entender con sus declaraciones, el costo de algo no tiene relación alguna con la materia de que está hecho ese algo, puesto que esa materia está tocada por la excepcionalidad de lo artístico, por la genialidad que no puede someterse a tarifas terrenales y en suma, por la imposibilidad de someter a juicio (y fijar un precio conlleva elaborar un juicio) el trabajo de un artista.

Con todo, pronto se ve que el propósito de llevar el asunto hacia ese espacio de presunta excepcionalidad, además de carecer de sustento conlleva una segunda intención de plano tramposa, que consiste en tratar de hacer creer que, ya que el arte y lo artístico ocupan el centro de la discusión y son por definición inenjuiciables, las decisiones políticas y económicas que respaldaron la creación de la escultura resultan también ajenas a toda discusión, y que su turbiedad no puede entonces tocarse ni con el pétalo de la menor insinuación.

A esa primera (y burda) falacia, se suma una segunda estrategia encubridora: la de la ciudadanización de las decisiones del fideicomiso, lograda presuntamente a través de la existencia (aceptemos que poco aprovechada) del Consejo Consultivo de la Expo, el cual ha venido a funcionar (digamos mejor: se ha querido que funcione) como el paraguas inviolable debajo del cual todas las actuaciones, todos los gastos, todas las esculturas y los ladrillos que se compren resultan milagrosamente bien realizados, bien pagados, “dignos” (para citar al CP Vergara), atinados y justos.

La trama de la trampa de ambas falacias se desenreda en dos renglones. Sobre la primera. Claro que es falso que no pueda fijarse un precio adecuado para una escultura: ese precio se establece a través de confrontar la cantidad solicitada por el artista (que toma en cuenta el material que usa, el sueldo de las personas que lo ayudan, el tiempo que dedica, y la estimación económica de su prestigio y firma) con la cantidad de que puede disponer el comprador (que en este caso no es Carlos Slim, quien puede despilfarrar si quiere, sino el gobierno, quien tiene prohibido hacerlo), considerando además la inequívoca orientación que aporta el mercado del arte acerca de piezas semejantes. (Dicho sea entre paréntesis, de esa objetividad procede la barbaridad de comparar la “Victoria alada” con las obras de Giacometti y Botero e incluso con la Torre Eiffel, dotadas de valores intangibles porque son obras que ya existen, que han transcurrido en la historia y han recibido el juicio de aceptación y aprecio de incontables personas en el tiempo, mientras que en el caso de Motilla —ojo— lo que se pagó fue la realización de un proceso, cuyo resultado material aún no existe y no puede por tanto estar enriquecido por un valor que vaya más allá de lo material, debiendo quedar claro, además, que al pagar, más que comprar algo, se invirtió en la expectativa de que la escultura resultante sea buena y, con el tiempo, quizá, valga más, aunque es seguro que habrá que esperar decenios para que alguien vuelva a pagar por ella 39 millones, o por lo menos a valorarla en esa ofensiva cantidad).

En cuanto a la falacia de la ciudadanización, apenas hay que decir que de ninguna manera puede entenderse como garantía de impecabilidad de los ciudadanos (que en este caso, ya se vio, poco opinaron y poco se equivocaron), ni concebirse tampoco como inexistencia de responsabilidad del gobierno que asignó los recursos, según parece asumirlo el Lic. Oliva cuando dice, entre orgulloso y seguro ante la crítica: “El Gobierno del Estado no mueve ni un centavo en la Expo”. “Pero sí que lo movió cuando lo puso”, habría que responderle, además de explicarle que el no “moverlo” no le quita su carácter público y por tanto no extingue la obligación de gastarlo bien y sin abusos. Y lo mismo cuando dice que él respetará (¿“respetar” aquí significa permitir que se cometan abusos?) las decisiones del fideicomiso, así como a los ciudadanos del Consejo Consultivo. Cuando insiste que él cree en la ciudadanización (y esa creencia, por ser suya, todo lo salva, al parecer); y finalmente que él (otra vez él) “(va) a confiar en esos criterios”.

A estas alturas, lo que parece claro es que es imposible mantener el análisis sobre la “Victoria alada” en el terreno de la política cultural y el de la ciudadanización. Para decirlo claramente, el tema de la escultura debe situarse en el terreno de la ética pública y dentro de ese apartado debe revisarse la actuación del gobernador (que parece no intervenir no porque no pueda sino porque no quiere), la del secretario de gobierno (para quien el de la escultura “ya no es tema, eso pasó hace no sé cuántos días”), la del presidente del fideicomiso (quien no ha logrado disolver la impresión de que concientemente influyó para beneficiar a Motilla), la de algunos de los integrantes del Consejo (el maestro Trueba y Vergara Larios ya hablaron y sobre ello tenemos opiniones, pero faltan otros), la de los empresarios (que no se asustan ante el gasto), la de los guanajuatenses de a pie (que no se escandalizan ante tamaño abuso, aceptado porque no es ilegal) y, finalmente, la actuación del propio artista (a quien sólo en la desfachatez o en la avaricia o en el extravío sobre su propio valor puede uno imaginar creyendo que una obra suya puede valer 39 millones). Y creo que difícilmente nadie, con la excepción del maestro Trueba, podrá obtener la mínima calificación aprobatoria en esa revisión.

A modo de conclusión podría decir que dolorosamente, y de una manera inesperada, ha venido a tomar vigencia la observación de Ibargüengoitia que señala que los leoneses (y ¡ay!, yo nací allá) “confunden lo grandioso con lo grandote”. Y, finalmente, concluyo diciendo que ahora puedo decir que ya entiendo por qué la “Victoria alada” tiene ese nombre: porque quienes la encargaron, quien la ideó, quien habrá de elaborarla (diseñar las partes, fundir el hierro, soldar las piezas, barnizarla y pintarla) y luego instalarla, sin duda alguna ganaron (quiero decir, obtuvieron la victoria en la tanda de los privilegios asignados sin licitación). Y puesto que su victoria estaba dotada de alas se fueron (y nos mandaron) a volar.

Guanajuato, Gto. 17 de mayo de 2010.

* Carlos Ulises Mata es Premio Nacional de Ensayo Literario «José Revuletas 2001», Premio Internacional de Ensayo “Dante en América Latina”, organizado por el Consorcio Interuniversitario de la Cultura Italiana, galardonado por académicos de universidades de Italia, España, Suiza, Estados Unidos y Argentina.