Abrazo

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LAS COSAS COMO SON (columna de asuntos terapéuticos)

Jorge Olmos Fuentes

A últimas fechas he tenido ocasión de comprobar cuan importante resulta un abrazo. No ese acariciar a veces insulso que solemos darnos las personas, sino un abrazo prolongado, sentido, que viene a ser una respuesta a una solicitud específica. Es prolongado porque no tiene límite, se otorga todo el tiempo que se requiere, hasta que la persona abrazada se siente lista para levantarse, para erguirse ante la vida y emprender su camino. Es sentido porque verdaderamente se siente, se percibe como un refugio seguro, quizá el más seguro de cuantos haya, porque se da con todo el cuerpo, sobre todo con el corazón, posibilitando la vitalización de un vínculo.

Y es pertinente porque satisface una carencia, una necesidad de compañía, de protección, porque pareciera cifrar la frase “puedes apoyarte en mí, yo te sostengo”. Ciertamente, todas esas son cualidades del abrazo, del que da un adulto a un pequeño, en especial del que da una madre a su hijo o a su hija. Y es verdad que uno se pregunta también: ¿en qué momento hace su aparición este abrazo?, ¿por qué debería uno brindarle atención? La respuesta es muy sencilla, aunque no por eso menos trascendente.

Un abrazo de esta índole siempre viene bien para un pequeño en el momento en que está experimentando un resquebrajamiento de su ambiente natural de seguridad a causa de algún suceso, incluso el menos pensado, que lo hace sentir en peligro, o le hace patente su condición endeble al alejarlo de sus padres, particularmente de su mamá. Una enfermedad que requiere hospitalización, por ejemplo; una ausencia aun de minutos, mientras el niño permanece entre desconocidos; la exposición ante un peligro real de agresión o ataque, pueden dejar una secuela profunda en la vida interior de la persona.

A tal grado puede llegarse que el adulto que ha pasado por esta experiencia tiene la sensación clara de que la vida se vive sólo desde la soledad, o que debe desconfiarse de las personas, o que toda enfermedad reviste peligro de muerte, o que las mujeres no son personas confiables, en cada caso bajo una apariencia diferente, consonante con la historia de la familia en que esto ocurre.

Uno puede con toda razón suponer que no había o que no hubo manera de saber que existía esta necesidad porque el suceso fue atendido de la mejor manera posible. Éste precisamente es el meollo del asunto: la persona sí sabe que hizo falta ese abrazo prolongado, sentido y pertinente, pues además no deja de mirar en su interior las escenas inolvidables. Pero como resultado del propio conjunto de hechos no fue posible ya suturar la herida, de modo que permanece abierta, muchas de las ocasiones con una fuerza latente que no parece hacer falta ninguna atención, otras con tanta vehemencia en la necesidad que, a pesar de haberse quedado en el camino del crecer su formulación, se experimenta como un efecto formidable cuando se consuma.

El síntoma que suele referir una persona con un hecho como este en su historia indica que no puede establecer relaciones estrechas, que se haya en alejamiento permanente de las personas a quienes ama, que toma partido por el encierro, que fluctúa en sus estados de ánimo o que la insatisfacción y el perfeccionismo son inevitables. Para este tipo de personas, según muestra la consulta, tengan la edad que tengan, el abrazo de mamá fortalece, vuelve a colocar en el sitio correcto, reanuda la conexión con el mundo.

Claro, qué se hace si mamá no está cerca, si ya falleció o si no quiere reconocerse este imperioso anhelo. Así llegamos al mérito del trabajo de constelaciones familiares: alguna persona que represente a mamá durante la consulta, en este caso grupal, puede muy bien colmar la medida. ¿Por qué sucede así? En buena parte, porque mamá e hijo están vinculados inexorablemente, y en cualquier instante puede recurrirse a dicha facultad; en otra medida porque una constelación hace que los representantes se comporten y sean vistos por quienes consultan como las personas a quienes representan, así que se genera el ambiente propicio para que el sentimiento emerja, haga visible su necesidad, y ésta le sea atendida hasta la saciedad, a través de un abrazo prolongado, sentido y pertinente, en una posición que vuelve explícito quién es el pequeño y quién es la grande, la que protege.

Uno no imagina la magnitud de la importancia de este tipo de abrazo, y tiende a regatear su abundancia; pero es fundamental, y sólo hace falta un sitio cómodo en el que mamá puede abrazar a su pequeña, a su pequeño, cargándolo como cuando era chico: recostado sobre el regazo. Y créame: nunca es tarde para comenzar, se tenga la edad que se tenga. De cualquier modo, debe darse a cada caso su tratamiento específico.