Los hijos no ven a sus padres

Compartir

LAS COSAS COMO SON (columna de asuntos terapéuticos)

*

Jorge Olmos Fuentes

*

En el amplio universo de la consulta, se ha presentado en algunas ocasiones un aspecto por demás interesante de la relación con los padres. En este sentido, la persona manifiesta resentir el distanciamiento, la falta de curia de papá o de mamá, la frialdad afectiva de los mismos, de varias maneras. La expresión consecuente de ese hecho de inmediato pone de relieve la carencia, la falta, el anhelo no consumado. “Mi papá no estuvo conmigo cuando pequeño”, “Mi mamá nunca me ha querido”, “Ella (o él) fuer parca en su trato hacia mí”, son algunas frases que sellan este tipo de postura.

Desde esta óptica, y más allá de que ambos padres por regla general se ocupan de sus hijos cuando éstos más requieren atención y cuidados, en alguna consulta salió a relucir un fenómeno imprevisto. Inesperado para las personas que lo estaban consultando pues para ellas era claro el síntoma de separación y lejanía como padecimiento propio.

Curiosamente, quienes presentaron este tema se referían con vehemencia a esa falta, y a la vez obviaban tocar la relación sostenida con su otro progenitor. El escudo verbal que solía marcar la distancia machaconamente sonaba como: “Ah, con ella (la madre) no tengo ningún problema, siempre ha estado muy cerca de mí”, “No, no, con él (el padre) no es la dificultad, precisamente por eso noto que ella (la madre) no me mira”, y enunciados por el estilo.

De igual manera, curiosamente, al realizar la consulta no parecía saltar a la vista el trasfondo del problema comentado, como si éste careciera de fuerza problemática y por tanto no demandase una intervención, como si todo estuviese en su lugar, bueno o malo, pero en su lugar.

Pues bien, puestos ante tal panorama delante, y con una leve insistencia de mirar al progenitor con el que no se tiene problema alguno, comenzaba a emerger, poco a poco, y no sin trabajos, la realidad de la situación. En estos casos, últimamente (pues en consultantes anteriores el asunto se había presentado muy directo) quedaba claro que ese hijo vehemente en su necesidad era quien se había retirado de la presencia del padre o de la madre a quien reclamaba su desatención.

Tal retiro tenía lugar a través de una alianza ciega, trabada desde lo profundo del vínculo familiar, que llevaba al hijo, en una demostración de amor indiscernido, a permanecer dentro de la esfera del padre o la madre con quien refería tener buena relación. Hacía esto con el objeto de cuidarlo, de cerrarle el camino para que no se fuera, de distraerlo (con enfermedad, indisciplina, hiperactividad) para que dejase de mirar adonde la muerte, la desgracia o la desventura; de asemejarse a algún pariente o persona que ese progenitor extrañaba sobremanera, como los propios padres, como un hermano o hermana muy amados, o un novio de la temprana juventud a quien no volvió a mirarse más, entre otras posibilidades.

Lo imprevisto entonces para el consultante resultaba de darse cuenta de que ese sentimiento de lejanía no lo había marcado ese papá o mamá secos o fríos, sino que el propio hijo, la propia hija, por mantener su corazón comprometido ciegamente no se había percatado de la presencia del padre que le costeó todo lo que hizo falta, incluso la carrera, de la madre que nunca dejó de apoyar a la hija en su formación como mujer, del padre o de la madre que no titubearon nunca en responder con una sonrisa compasiva a los reproches del hijo. En efecto, pasados treinta, cuarenta años de repetirse la misma historia, para la persona resulta incluso inverosímil darse cuenta de la dinámica profunda y oculta, pues implica un reacomodo del propio lugar en el orden del mundo, acompañado por lo general de un impulso formidable proveniente de los dos padres que no han deseado sino lo mejor para su descendencia.

Como ya se ha repetido antes, el amor necesita ser compensado con más amor, y el arrogante tiene que volverse sumiso, y la exigente o perfeccionista puede incluso llevarse ligera la vida. Entonces queda a la vista que cuando una persona se queja mucho de uno de sus padres, hay que voltear a ver al otro, pues allí está el meollo, y también que un hijo suele cambiar años de dedicación recibida de los padres por un reproche permanente derivado de cinco minutos, media hora, un día, algún suceso, que jugó adversamente con su persona. En consecuencia, lo primero de lo que uno podría desconfiar es de aquello que mira incólume, sin fisuras, de una sola pieza. Lo mismo que de frases construidas sobre juicios temporales que llevan por delante las palabras “siempre” o “nunca”.