El escritor en llamas

Compartir

Comentarios en torno al ensayo El infierno de la Literatura de Tomás Segovia

*

Benjamín Pacheco López

*

Guanajuato, Gto. 14 de octubre de 2010.- José Saramago escribió que Dante, hoy en día, descendería al infierno con una cámara fotográfica  y que, auque le sobrase un poco de película para retratar el purgatorio, sería dudoso que encontrara un cielo para fotografiar. Parafraseando al Nóbel de Literatura, se podría decir lo mismo de aquellos escritores que toman su labor como un descenso a la morada de Hades, y que durante su travesía se vuelven una especie de Virgilio que indica el camino al lector.

Tomas Segovia en Casa América de Madrid

Para mí, el poeta Tomás Segovia sugiere algo similar en su ensayo El infierno de la Literatura, donde aborda desde diferentes perspectivas la experiencia que puede tener una persona al dedicar su vida a las letras. Desde la entrada, comparte un tono que podría resultar desalentador para unos, y esclarecedor para otros: “Escribir es una tarea infernal”, frase a la que suma otras igual de duras: “El que hace de esta tarea su centro se condena a llevar socialmente una vida infernal”, “meta devoradora y subterránea, inalcanzable”, “condena incumplible” y “tormento eterno”.

Segovia sabe algo del infierno en la Tierra: a los 9 años fue uno de los miles de exiliados de España al iniciar la Guerra Civil de 1936-1939, pues se vio obligado a abandonar su país y errar con su familia por Francia, Marruecos y México, lugar que lo adoptaría finalmente. Para la Iglesia Católica, el infierno puede ser tanto un lugar como un estado de sufrimiento; una de las cuatro postrimerías donde hay fuego, azufre, tormento, crujir de dientes, sin reposo ni de día ni de noche, llena de llanto y el silencio que representa la ausencia de Dios.

En su texto, el nacido en Valencia, España, apela al sentir humano y aborda tres niveles de los aspectos infernales que supone ser escritor: social, individual o psicológico, y el de la escritura misma. En una suerte de senderos que se incendian, Segovia recuerda a Sartre y su frase “el infierno son los otros” —en el sentido de que los otros rechazan y son impenetrables—; la supuesta sordidez y angustia que se espera de las biografías de los escritores, de lo que llama un “espectáculo sobrecogedor de desesperación y asfixia” y de “dolor titánico”; la facilidad de asociar, para lo que define como espíritus sencillos e impresionables, el “ennoblecimiento por el dolor”, “el precio de la creación”, “la famosa metáfora del parto” y “la compensatoria felicidad del logro estético”.

¿Realmente es tan dura la vida y más la del escritor? Al parecer sí. Escritores conocidos han llevado al papel en diferentes épocas experiencias similares, como el caso de Ernesto Sábato, quien escribió: “La vida se resume a tres sucesos básicos: Agonía, agonía y más agonía”. Ernest Hemingway, quien a la larga optó por llenarse la cabeza de plomo, reflexionó: “Los ojos que han contemplado Auschwitz e Hiroshima nunca podrán contemplar a Dios”; o también el poema “No me abandona. Siempre está a mi lado la sombra de haber sido un desdichado”, de Jorge Luis Borges.

Estudio de Dostoievsky en San Petersburgo

Agreguemos más reflexiones: “Es muy fácil vivir haciendo el tonto. De haberlo sabido antes me habría declarado idiota desde mi juventud, y puede que a estas fechas hasta fuera más inteligente. Pero quise tener ingenio demasiado pronto, y heme aquí ahora hecho un imbécil”, de Fiódor Dovstoyevski. ¿No convence? Sigamos con la agonía: “El gesto de amargura del hombre es, con frecuencia, sólo el petrificado azoramiento de un niño”, de Franz Kafka; y “Nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad”, de Vladimir Navokov.

El mismo Segovia plasmó en su poema “Modesto desahogo” parte del sufrimiento que implica contemplar y vivir el mundo: “estoy más triste que el sudor de los enfermos/ estoy triste como un niño de visita/ como una puta desmaquillada/ como el primer autobús al alba/ como los calzoncillos de los notarios/ triste triste triste de sonreír como un bobo desde los rincones”.

De vuelta al texto, Segovia analiza también la envidia —vista como una postura retórica más que sincera— entre el lector y escritor: el primero, por considerar que se le ha negado un don caído del cielo; y el segundo, por considerar que las llamadas almas sencillas están libres de la carga, responsabilidad y exigencia que implica escribir. Luego, plantea un cuestionamiento ¿Para qué escribir? ¿En qué se justifica ese desvelo, malhumor, desconexión con el mundo, insatisfacción y demás estados por los que pasa un escritor mientras trata de comunicar algo? “Para que me quieran”, responde Segovia en voz de Federico García Lorca y afirma además que no es ninguna tontería, aunque advierte que también implica riesgo el querer ser amado por medio de la Literatura: “Querer despertar el amor de nuestros semejantes es incurrir en el odio de quienes necesitan matar o neutralizar ese amor”, señala.

Para mí es claro que desde aquellas diminutas hogueras plasmadas al final de los cuadernos, por lo general durante los años de secundaria y preparatoria, y que con vergüenza —o todo el aplomo del mundo— llamamos “primeros escritos”, hay un intento de crear y agradar a alguien. Para empezar, a uno mismo. Por lo general esas construcciones frágiles o emotivas son escondidas y, acaso, apenas vistas por algunos parientes o amigos de confianza. A veces nunca llegan a verse. Esta condición antisocial, tanto de escritor como de escrito, lo resumen muy bien Segovia: “El estatuto social de la Literatura, producto para la más absoluta comunicación y por lo tanto el más social del mundo, pero producido mediante el acto más incomunicable y más antisocial del mundo, es pues profundamente inarmónico”, y de ahí que —siguiendo el discurso de Segovia— “casi todo el mundo da por descontado y hasta perdona a veces que un señor que escribe libros se parezca un poco más a un delincuente que a las personas normales”.

El general Videla con Ernesto Sábato, Jorge Luis Borges y Horacio Esteban Ratti en 1976

Ahora, ¿qué pasa una vez que se ha concluido tan infernal tarea? ¿Qué le pasa al escritor cuando trata de reintegrarse al mundo e integrar su escrito? ¿Experimenta eso que llama Segovia “un sentimiento de poder” o “una calma como de séptimo día”? Una amiga solía decir que al concluir un libro caía en una depresión. Se ponía triste, pues, como el luto que asocian los psicoanalistas al producirse un parto. Dicho en otros palabras, el desprendimiento entre dos seres que estuvieron juntos durante mucho tiempo y que, por fuerza natural, deben separarse. Segovia utiliza palabras como embarazo y parto para referirse al proceso creativo del escritor; en otras personas he escuchado que la experiencia de escribir es similar al consumo de una droga: la ansiedad previa, el ritualismo, la euforia desatada y, finalmente, el “bajón” en el ánimo para iniciar de nueva cuenta el ciclo. Se podría decir que la Literatura es un infierno adictivo. Casi al final, Segovia comparte, a mi gusto, algunas de las frases más bellas en todo el ensayo y que ayudan a aclarar el sentido de ser escritor, a pesar de que eso implique vivir un constante tormento: “La literatura es la transcripción infernal del silencio de un paraíso”, y “el paraíso es narrar, y el infierno la imposibilidad de narrar”.

Concuerdo con el poeta español que una vez que se ha escrito es imposible dejar de hacerlo. Aunque pasemos temporadas únicamente de lectura, los que escribimos llevamos latentes esas historias y poemas que esperan ser expulsados al mundo. Una y otra vez. Al final, tras pasar varias temporadas en el infierno, quizás contemplemos nuestra vida como un haiku de Borges:

¿Es un imperio

esa luz que se apaga

o una luciérnaga?

La fotografía de Tomás Segovia fue extraída del sitio casaamerica.es