Carlos Ulises Mata
22 de julio de 2011
En uno de sus artículos geniales, Mariano José de Larra se preguntó alguna vez: “¿Quién es el público y dónde se le encuentra?”. Hecha la pregunta y tras haber salido a buscar la respuesta, Larra hubo de resignarse a aceptar conclusiones que —casi dos siglos después— siguen vigentes: “el público tiene gustos infundados”; “el público es caprichoso”; “el público es casi siempre injusto y parcial”; “el público por lo regular siente en masa y reunido de una manera muy distinta a que cada uno de sus individuos en particular”.
Desencantado con el resultado de su indagación, Larra se hizo entonces otra pregunta: “¿Dónde está ese público tan ilustrado, tan imparcial, tan justo, tan respetable, eterno dispensador de la fama, cuyo fallo es irrecusable, constante (y) dirigido por un buen gusto invariable?”.
Una serie de constataciones y una pregunta parecidas me vinieron a la cabeza tras haber tenido la deliciosa experiencia de disfrutar la presencia artística de Itzel Rodríguez, una joven cantante de proteico talento que se presentó el viernes pasado en el Patio de las Esculturas del Museo Iconográfico del Quijote, en Guanajuato.
Apenas una veintena de deleitosos privilegiados estuvimos ahí. Mientras, el público caprichoso y de gustos infundados (cientos y cientos) se divertía a doscientos metros con los sucesivos payasos que ocupan las escalinatas del Teatro Juárez. Mientras, también, el público sensible y respetable (cientos y cientos, aunque menos) se perdía la ocasión de conocer a Itzel, a causa de la inexistente difusión que tuvo su presentación. Y hay que creer que tanto los primeros como los segundos merecen parejamente nuestra lástima artística y nuestra misericordia cristiana, porque no estuvieron.
Una hora y diez minutos estuvo Itzel en escena, sola solísima y sorprendentemente multiplicada. Dicho eso, quedo obligado a dar una explicación. Itzel es cantante, pero hace algo más que cantar: es arreglista y autora de los temas que canta; es su propia ingeniera de sonido, ejecutando en vivo las astucias técnicas que sustentan su espectáculo; es la jefa de cámaras del circuito audiovisual mediante el que recoge la memoria de sus presentaciones; es la productora de sus tres primeros discos (uno de fados y el otro de música mexicana); y es además la misma chica que antes de ponerse a cantar te recibe y te da la bienvenida a la entrada de los sitios en los que ofrece sus conciertos.
Llegada la hora, delgadísima y de apariencia frágil como es, Itzel ocupa la escena. Ante ella, un micrófono de su altura, y una mesilla en la que esperan su turno para mostrar su utilidad una armónica, un tenedor, una cuchara y “un extraño aparatito”, según ella lo llama. Al fin: sola, como Dylan en Woodstock.
Ya que inicia la presentación, entendemos que el “aparatito” es nada menos (y nada más) que un “loop”, un artefacto de no más de medio kilo de peso que graba en vivo pasajes de la voz de Itzel mientras recita una palabra o una frase, o mientras produce percusiones guturales del tipo que alguna vez oí salir de la boca de Tom Waits, y que los hace luego reaparecer a lo largo de la ejecución de cada canción, logrando un efecto de multiplicación de sonidos y voces que, siendo todas de Itzel, tienen el efecto de hacer surgir un coro donde sólo existía un solista.
Desde el primer tema que ejecuta —una canción de procedencia maya titulada Los xtoles—, llama la atención la poderosa simplicidad del planteamiento artístico de Itzel para este concierto: hacer de su condición de cantante sin acompañamiento no una limitación sino un desafío, una suerte de ajedrez expresivo que al gobernar mediante principios inviolables los movimientos de sus piezas no les impide nunca ocupar cualquiera de las sesenta y cuatro casillas del tablero, sino que, antes bien, concibe para cada una de ellas un camino objetivamente infinito.
Puesta en claro su apuesta, Itzel aborda luego Segue o seco, de la brasileña Marisa Monte. Debo decir que, quizá con la excepción de una garota (compatriota de Monte) situada entre el público, nadie entre los asistentes consigue reconocer en el arreglo y la ejecución de Itzel algún rasgo o delator o obvio que nos remita con seguridad a la versión original. Decir esto en este caso es claramente un elogio porque, siendo las mismas la letra y la inspiración festiva de la canción, Itzel en su ejecución le otorga una mayor relevancia al jugueteo sensual, al choque suave de alientos enfrentados, lo que hace de su versión (como debe de ser) una reinvención tan libre como respetuosa del original.
Viene luego Tunuka, de la caboverdiana (en realidad, cubana; en realidad, francesa; en realidad, del mundo) Mayra Andrade, en la que asoman los contagiosos poderes del creole y la magia sencilla de la cuchara y el tenedor chocando entre sí. Enseguida, canta Teardrop (hermoso nombre), de Massive attack y De nua, de la también caboverdiana (en realidad, portuguesa) Sara Tavares. Con ese par de canciones puestas en el centro exacto del concierto, Itzel compone la secuencia (digamos) melancólica y oscura de la presentación, tan oportuna para mostrar la espesura y la profundidad que puede dar a su registro vocal y tan convincente a la hora de mostrar la inclinación de la cantante celayense a eliminar cualquier rasgo pop contenido en alguno de los temas que versiona. (Aunque dicho entre paréntesis, en este punto descubro lo siguiente: a la vista de las canciones y las compositoras a las que Itzel interpreta en su espectáculo, ya no tengo duda de una cosa que antes sólo sospechaba. Y es ésta: la música embellece; véanse juntas, como prueba, las fotos de Marisa, Mayra, Sara e Itzel).
Ante la siguiente canción, observo cómo la hondura de De nua crea un efectivo contraste tanto con lo ya escuchado como con lo que viene, que resulta ser Las olas del mar, un son jarocho cuya ejecución es mi favorita, acaso porque la conozco y puedo seguirla, pero creo más bien que en razón de los logradísimos efectos de ida y vuelta envolvente y de abrumadora invasión marina que cubre pero no ahoga con que Itzel enlaza los translúcidos octosílabos. Y claro, por la versatilidad inventiva típica del son jarocho, que en este caso convoca imágenes como ésta:
Si la mar fuera de tinta
y las olas de papel;
si los peces escribieran
cada uno con pincel,
en cien años no escribieran
lo que te llego a querer.
Soy presa de este aposento
sólo por quererte amar
y oigo las olas del mar
que no cesan ni un momento.
Aquí una observación: con sólo seis canciones interpretadas han transcurrido cuarenta y cinco minutos. La incontrovertible aritmética delata una cosa que debe señalarse: Itzel trata de hacer de cada canción un himno y por eso entra a ellas con lentitud ritual, sin prisas; se nota que le encanta recorrerlas y, sobre todo, que a todas les profesa admiración, de ahí que al cantarlas se detenga en sentir y en hacer sentir que les rinde homenaje.
Canta enseguida Descalza, la única de la tarde que es de su autoría (y claro, ha compuesto más, pero sólo ésta decidió incluir hoy). Primero hay que decir que Descalza fue compuesta para quedar integrada a Sita, una obra de Eugenia Cano, estrenada el domingo 10 de julio como parte del programa de “Siete caminos teatrales”. Pues bien, con todo y que la escuchamos fuera del contexto teatral para el que Itzel la compuso, Descalza no desmerece ni mucho menos en la inevitable comparación (el auditor está siempre identificando afinidades y contrastes, antes que jerarquías) que de ella se hace con las piezas ya transcurridas.
Cierra la tarde La nopalera, una divertida y sugerente cancioncilla (Itzel supone que guanajuatense) en que se cuenta hasta sus últimos espasmos la apasionada alianza (carnal, claro) entre un compadre y una comadre que se intercambian claves para informarse entre sí que ya los colman las ganas y ya el terreno está despejado de chismosos. Final bien elegido, la tarde acaba entre risas satisfechas.
Justo antes de salir, observo una última cosa. Que la inclinación por lo heteróclito de Itzel no se funda en ninguno de los casos de debilidad y facilismo posmodernos que tan de moda se han puesto. Por el contrario, en ella, a la variedad la articula la honestidad y el esclarecimiento de una mirada (de un oído) que reconoce equivalentes valores y equivalentes lecciones de lirismo en canciones a las que además de separar la geografía, las separa el tiempo, el idioma, los modos de ejecución en que son conocidas, y los destinatarios para quienes fueron compuestas.
Para entender esto que digo, sugiero al lector que se haga esta pregunta: además de la omnipresente aunque tenue coloración étnica, ¿qué vincula de entrada al sistema imaginario de un sonero de Veracruz con el de unos oscuros músicos de Bristol, considerados los padres del trip-hop, y al de ellos con el de dos cantantes que desean encarnar el alma musical de Cabo Verde? En la respuesta dada por ella se halla uno de los logros de Itzel; otro, en su voz que ahora recuerdo y que invito al lector a conocer.
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¿Quién es Itzel Rodríguez?
Originaria de Celaya, inició sus estudios musicales en la Universidad de Guanajuato y en 2005 egresó de la carrera de Educación Musical en la Escuela Nacional de Música de la UNAM. Es diplomada en Dirección Coral en el Centro de Estudios Corales de Querétaro, habiendo fundado dos agrupaciones.
Su desarrollo vocal e interpretativo se ha nutrido de la enseñanza de los maestros Hebe Rosell, Laurell Miller, Barbara Lorey, Remi Álvarez y Manuel Peña; su formación actoral con los directores Armando Holzer, Jaime Soriano, Jill Greenhalg y Eugenia Cano.
Como cantante se ha presentado en diversos foros y festivales y cuenta con cuatro CDs. Actualmente canta en el proyecto “Mar Saudade” para guitarra, voz y medios electrónicos con el guitarrista Fernando Vigueras y desarrolla un proyecto como solista, utilizando su voz y un secuenciador para crear su música en tiempo real, con arreglos y canciones propias.
Desde 2005 ha participado en proyectos multidisciplinarios, presentándose en los teatros Julio Jiménez Rueda, Rodolfo Usigli y Diego Rivera, en la Ciudad de México. En 2007 se unió a Teatro Kalipatos, A.C. como cantante, actriz y compositora, habiendo participado en el XXXV Festival Internacional Cervantino, el Festival Magdalena sin Fronteras, en Cuba, el Festival Transit 6, en Holstebro, Dinamarca, el Festival Internacional de Teatro de Kerala, India, y recientemente en el Festival 7 Caminos Teatrales en Guanajuato, México, en el que se estrenó la obra Sita.
Interpretó el papel de la cantante portuguesa Amalia Rodrigues en el espectáculo La Reina del Fado de la dramaturga Leonor Azcárate, dentro de la IV Muestra de Artes Escénicas de la Ciudad de México.
Sus cedés: Una elegía elíptica (2002), Transiciones (2007, de música mexicana) y Maresía (2009, de fados) pueden obtenerse con la propia Itzel, escribiendo a su correo: chelchita@hotmail.com