Colosal reflejo del templo que soy: una visita

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HORIZONTERIO

Paloma Robles Lacayo

20 de octubre de 2011

El venerado San Ignacio (Foto: Especial)

Hacía falta. Era necesario plantearse en esa circunstancia para la que, al fin, nada faltó.

Un grupo sólido, diverso, asume la decisión de alcanzar lo más alto, o lo más hondo, si a perforación espacial se refiere. Porque eso hacen las montañas, cavar viento, penetrar los aires hasta sus raíces, hundidas en otro mar, igualmente interminable, en el que florecen las estrellas, las nubes y las aves. Y había que estar en lo más agudo. Después de identificar algunas rutas viables, o el orden, es decir, priorizar el sendero lateral de la base del risco, o su extremo, se eligió lo primero, y comencé a caminar acompañada de ellos, los demás, con verdadera fascinación por el panorama, por la muerte, porque la vida, vista desde ahí, pierde su característica exaltación, y la tierra, y el agua, y el paisaje y la corriente invisible, se hallan en condición de equidad. Sentía una grande y rara fascinación por la cañada, me preocupé. Quería caminar a gatas, a rastras, para no ver el fondo, lejano, patente, llamativo, inasible, en paz.

Aunque, no lo descarto, es más sensato aceptar que perdí completamente la dimensión de las cosas, que no me reconocí pequeña junto al risco, ni grande, frente a las hormigas, incluso ni apartada de las demás cumbres del macizo coronario que anida la respiración de Guanajuato. Dejé de enterarme de si era diferente yo de lo que me rodeaba. Qué atardecer tan íntimo, tan largamente andado, y no por eso, menos desconocido. Serie imparable de seducciones. ¿Cómo es que el espíritu no se cansa de la belleza? Como si el terreno estuviera surcado por sorpresas: los portadores foliares del verde más iluminado, acaso por el orgullo de pertenecer al mundo, de vivir para él; allá, las más perfectas espinas, en defensa de secretos insospechados; la pasión carmesí de los insectos de elegancia impecable y cadenciosa andanza; el contorno impredecible de la peña; la sonrisa eterna del infinito…

Ascender el último declive para conocer la cima fue triste. La fatiga obnubiló la gracia, y hasta fue posible confundir, desaparecer el mérito y asimilar la extinción del brío, pero algo quedó. Es maravilloso presenciar los derrumbes sólo por ver lo que permanece, lo que sigue de pie, como las montañas. Me di el gusto de confrontar mi veleidad, de retrasar lo suficiente el duelo, hasta que llegué a donde quería. Después… ya no importó que siguiera cerca. Descubrí que algo más poderoso me sobrevivía. Pero había que probarlo, nada garantizaba el resultado, y arribar a la cúspide fue renovador. Escalar es, en realidad, procurarse pureza. Devuelve la respuesta a la interrogante de saber si se podrán atravesar los umbrales de sacrificio, dolor, tedio y angustia, si la voluntad dará para eso. Es así como se conquistan las certezas. Y habrá que subir tantos montes como se requiera para que la nitidez se apropie del horizonte, desdibujado por el poblamiento de las inquietudes que cercaron la vista y asfixiaron la esperanza. En este caso particular, y para mi mayor asombro, lo que encontré en la altura fue un centro de veneración. Curioso, yo también me veneré para llegar ahí.

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Paloma Robles Lacayo se define como La mujer del tiempo, La duquesa del Beso, Un imperio de mujeres junto al mar, Alguien indefinible. Contacto en: fuegoeingenio@yahoo.com.mx.