Raúl Bravo
La vida sin libros
Quiero empezar por dejar en claro algunos conceptos que no por ser menos polémicos dejan de sembrar confusiones, cuando de transformaciones del libro y de prácticas de la lectura se trata. Si bien desde la Grecia clásica se tiene conciencia de que la invención de la escritura es para fijar los textos, es decir, para conservarlos —el olvido (para los griegos) era considerado peor que la muerte—; uno de los malentendidos más recurrentes, según Guglielmo Cavallo y Roger Chartier (1997), es pensar que los autores escriben libros: no, escriben textos que se transforman en objetos con determinadas características de edición que conocemos como libros.
Así, prevalece en la historia de la cultura escrita cierta diferencia entre el mundo del texto y el mundo del lector; entre los libros, en sus diversas formas, y los gestos, actitudes y costumbres de los lectores o potenciales lectores; entre los soportes de la cultura escrita y los espacios y momentos reservados a la lectura. El acto de la lectura —su práctica— tiene que ver con esa brecha que, en ocasiones, se agranda, a pesar de que contamos al parecer y conforme a una idea que desarrolla Pascal Quignard (1989) con una predisposición natural al relato: a escuchar y contar historias, a una necesidad por construir ya sea de manera individual o colectiva un relato universal que es la suma de todas las historias creadas, contadas y escuchadas por el ser humano.
El otro concepto que por lo menos despierta dudas razonables, tiene que ver con las bondades que, supuestamente, son inherentes a la lectura. Es claro que aquí no se trata de negar que la lectura pueda mejorar nuestro estado de ánimo, aliviarnos de alguna crisis personal y, en otros casos, hasta —¿por qué no?— salvarnos la vida.
Empero, conviene observar en su carácter de práctica cultural ciertas ambigüedades, muchas de ellas contradictorias, que prevalecen en esa fraseología que se disfraza de moda cultural, y que piensa que debemos motivar a leer sin importar las condiciones sociales de los supuestos “no lectores” (pobres pero leídos, nos dice Gregorio Hernández). De ahí los innumerables programas casi idénticos diseñados desde el escritorio, en el mejor de los casos, y que pretenden “dar de leer”, sin tomar en cuenta el tipo de región sociocultural en el que habitan los supuestos potenciales lectores (urbana, rural, semiurbana, indígena; si es un barrio, asentamiento, colonia o fraccionamiento). Es aquí que en tales programas los libros, contenidos, temas y dinámicas, son los mismos, como si existiera un perfil único del lector ideal. Sólo basta con echar un vistazo a los indicadores de cualquier programa de promoción del libro y la lectura para enterarnos que en lo que concierne a la “satisfacción del cliente” (en este caso los lectores), continúa siendo una asignatura pendiente.
En este sentido, pareciera que es más importante saber cuántos libros se leen por promedio per capita al año, cuáles son los títulos o autores de mayor éxito entre determinados sectores de la población o el índice de consumo del producto o mercancía llamado “libro”, que lo que tiene que expresarnos la voz de los lectores. Interesa más la participación en bien intencionadas pero anodinas actividades de animación a la lectura que la apropiación de un patrimonio cultural (la cultura escrita y su usufructo) que por derecho pertenece a los ciudadanos pero que se considera políticamente correcto enajenar, porque ¿a quién le interesa lo que opina un lector si se tiene puesta la mirada en la política cultural que desencadena? No por nada, desde Vasconcelos hasta la actualidad, no hay mejor pretexto de intervención cultural que el fomento a la lectura.
Cualquier historia lectora refleja en alguna medida los medios materiales de sustentación, es decir, los componentes sociales que rodean al lector (su nivel de escolaridad, el salario que percibe a cambio de su fuerza de trabajo, la violencia doméstica y callejera que padece, la influencia de los medios masivos de comunicación, la marginación urbana o rural del estrato social al que pertenece, etcétera).
¿Qué entendemos, entonces, por mejorar los hábitos lectores en comparación con el acceso a la educación, la salud y el trabajo? Leer y escribir son actividades que, independientemente de que se consideren actividades intelectuales por excelencia, están insertas en contextos sociales específicos y, por tanto, responden a determinadas situaciones, circunstancias, convenciones y relaciones sociales.
Ante este panorama, un entorno familiar en el que la cultura escrita sea algo más que algunos libros viejos y maltratados que se llenan de polvo en un librero familiar, el atípico hogar con libros en el que los padres no sólo leen sino que leen con sus hijos, contribuye sin duda a construir un sólido vínculo afectivo y emotivo con los libros. Pero lamentablemente tal condición es la excepción en las actuales condiciones sociales. La mayoría de las familias no sólo no se componen de padres amorosos y lectores, sino de incertidumbre laboral, escasa o mala calidad en la educación, salarios indignos, desintegración familiar, marginación social, falta de seguridad en su persona y bienes y, por supuesto, no hay libros.
Si leer es apropiarse de un bien cultural (la cultura escrita), esto significa que de lo que se trata es de tener algo que decir, y decirlo; es, en otras palabras: encontrar la voz propia para expresar —con las palabras que mejor le convengan— sus propios sentimientos, experiencias, pensamientos e intenciones, y así hacer propio un discurso identitario tanto en el plano individual como en el contexto social. Porque la identidad también se lee.
En este contexto, pensar que sólo mediante explotar el aspecto lúdico y placentero de la práctica de la lectura es posible abatir el rezago en materia de formación de lectores, es como pensar que podemos llegar a ser un país de lectores sin librerías, bibliotecas ni libros; sin escritores, narradores orales o animadores de lectura; pero, a su vez, sin escuelas, centros de salud, espacios recreativos ni puestos de trabajo.
En resumen, a lo que se aspira es a alcanzar una democracia cultural que asuma la lectura desde la apropiación, no el consumismo; desde la participación, no la pasividad; desde una actitud crítica frente al puro conformismo, que utilice la cultura escrita como herramienta de cambio social, y no únicamente en calidad de entretenimiento, en el entendido de servir para el mantenimiento o conservación de alguien o algo.
Por datos que aporta la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), el número de analfabetas en el mundo ha superado los mil millones, y se centra en extensas áreas localizadas en el continente africano, pero también en aquellas economías fundamentalmente agrícolas, como el caso de varios países de América Latina. Aunque el alto índice de analfabetismo no es producto exclusivo del bajo nivel económico (Estados Unidos es muestra de ello), es pertinente señalar que en dicho fenómeno confluyen diversas razones de carácter político e ideológico, y es evidente que la mayor producción y circulación de libros se da en aquellos países más alfabetizados y con economías fuertes.
Es un hecho que leer por leer, si bien pretende ser un ideal, un porvenir para la lectura, entendida ésta como un acto de deleite para el hombre alfabetizado como lo vislumbra Armando Petrucci (Leer por leer: un porvenir para la lectura, 1990), en nuestro mundo con enormes carencias y desigualdades socioculturales aún no tiene cabida.
En su lugar, la práctica de la lectura que prevalece es la meramente utilitaria, aquella que resuelve el nivel más básico de comunicación. De hecho, la mayoría de las campañas de promoción de los hábitos lectores inciden fundamentalmente en difundir y promover la capacidad de leer, no la de escribir, como si los lectores fueran sólo receptores de las buenas intenciones del status quo, olvidándose de que la experiencia de la lectura, cuando es verdadera, pasa de manera necesaria por la facultad de expresar tal experiencia.
Dado que la lectura como práctica no necesariamente tiene que ver con el número de libros leídos, cabe entonces preguntarnos quiénes son los supuestos “lectores”, los “pocos lectores” o los “no lectores”, y qué tan grande es la distancia que los separa, y nos daremos cuenta de que a lo que nos referimos es a un estudio sociológico (en torno al desarrollo afectivo y de representaciones sociales) de una práctica cultural. Este hecho social: la lectura, lo es, no porque sea producto únicamente de un escenario conformado por un conjunto de condiciones sociales, sino porque detona una serie de interacciones e intercambios sociales. Establece redes simbólicas y de construcción de significados entre los individuos y las entidades en las cuales están insertos (comunidades, centros de trabajo, planteles educativos, asociaciones o figuras asociativas, entre otros espacios sociales).
A saber: no hay individuos lectores sino comunidades lectoras; así que los obstáculos que enfrentan no se refieren a situaciones aisladas de su contexto social o concerniente exclusivamente al individuo que lee o que no lee. Por el contrario, la gradación que se da entre las categorías de lectores es en relación con las condiciones de vida, trabajo y filiación histórico-socio-cultural del grupo al que pertenece el individuo que ejerce o no la práctica de la lectura.
En este sentido, y como bien lo señala Joëlle Bachloul, cualquier lectura implica un determinado capital social, una trayectoria que sigue un lector en el marco de redes sociales. Se trata, pues, de comprender con mayor profundidad el entramado socio-cultural que está comprometido en la formación de una sociedad lectora. Y sólo lo podremos hacer si empezamos a cuestionarnos si la lectura es una cuestión de tiempo, si lo es en cuanto a práctica, en cuanto a formación escolar, en cuanto a desarrollo social y calidad de vida, en cuanto a políticas culturales y apropiación de bienes y servicios culturales; en lugar de quedarnos con la sola pregunta de si la lectura es una cuestión de libros, cuando no es difícil averiguar que un libro no es un producto de primera necesidad que encontraremos en cualquier canasta básica.
Aquí vale compartir un ejemplo de Amartya Sen (1988) cuya sencillez guarda una profunda enseñanza: cuando una persona está ayunando está claramente pasando hambre, pero la naturaleza de esa realización incluye la elección de no pasar hambre. Una persona que no tiene otra opción diferente a pasar hambre no puede decir que está ayunando. La destitución entre ayunar y pasar hambre, es lo que identificamos en el proceso del hábito lector. No podemos hablar de comunidades lectoras cuando carecemos de los bienes y servicios que nos acerquen a la cultura escrita.
Una evaluación correcta sobre el desarrollo de una comunidad puede hacerse de manera sistemática si y sólo si el concepto de desarrollo es visto en términos de medios en lugar de fines. Y la cultura escrita es parte de esa mejora de las condiciones de vida. Así pues, de lo que se trata es de ver a los libros como un medio y no como un fin en sí mismos. Tener más ferias de libros, más bibliotecas, más escritores, más animadores, más lectores nos refleja una vida cultural más dinámica, y con ella la posibilidad de contar con más y mejores herramientas de socialización. De eso se trata todo esto.