Alas y espinas. Recuentos de un hijo ausente (fragmento)

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Rosendo García Padilla

Pancho Lagata, Soldado de Cristo

Lagata era un asaltante de caminos que asolaba la región, resultado de la rebelión cristera. Él, como muchos inconformes y perseguidos por los “pacificadores” federales, se lanzó a “La segunda Cristera”. Después del fracaso como grupo en el movimiento religioso, acabó convertido en un bandido que mantenían en vilo a está región del país con su gavilla.

Pancho Romo fue persona distinguida de San Julián (seguía siéndolo secretamente para muchos), Soldado de Cristo, héroe de muchas batallas contra los pelones de Joaquín Amaro, lugarteniente de Victoriano El Catorce, reconocido por el general Gorostieta, famoso y temido por los pelones, sus hazañas las cantaban en corridos en todas la ferias de la región. Pancho, el de mamá Lupe, la de don Cipriano, todavía significaba mucho en el alma del pueblo, el que, confundido, lo admiraba casi con devoción y al mismo tiempo buscaba colgarlo para que pagara sus crímenes, los asaltos a las fincas, los robos de dinero y de ganado, el secuestro de las mujeres que se llevaba para él y para los miembros de su pandilla. Era de mediana estatura, su pelo castaño y los ojos verdes amarillentos, como de gato, le habían ganado el apodo de Lagata.

La Cacería

El grupo de hombres a caballo llegaba a San Julián antes del toque del alba. Entraban por la Calle Real a un pueblo sin ruidos, sin mujeres barriendo. Llegaban a un pueblo lúgubre, desolado, agobiado por el luto de tantos muertos. Llegaban al alba, luchando por la religión, sin pájaros ni gritos de arrieros. Todo parecía estar enmarcado en su cansado hastío, todo lo cargaban encima con un fastidio agotador. En la boca sentían un sabor a sangre; en el alma, la presencia de la muerte, el pavor de tener que matar a alguien, el miedo espantoso de ser a su vez matado —hartos ya de perseguir fantasmas—, la duda de colgar a alguien inocente —todos juraban serlo—. Las madres, los esposos y los niños lo repetían a gritos implorando compasión.

Al entrar al paisaje empedrado del pueblo, su andar rompía el silencio. Aparte del chasquido de las espuelas, de los caballos sobre el empedrado, se veían de pronto acompañados por el ladrido de un perro. Éste, como director de coro, daba la señal e iniciaba una audición de ladridos que terminaban en la última casa del pueblo. Sólo el primero sabía a qué o a quién le ladraban: a las figuras de hombres montados en sus cabalgaduras, con los sombreros sumidos hasta las orejas, con los hombros caídos. A ellos los ladridos de los perros les ponían la carne de gallina, pues sospechaban que en los ladridos y en los aullidos se alojaban las ánimas en pena de los colgados que habían dejado mecidos por el viento esa noche. Les echaban en cara sus acciones.

Todo empezó, según yo, cuando aquella mañana la vida rutinaria del pueblo se vio alterada. El sábado de la semana anterior a este domingo, los tintineos de las espuelas de mi padre al golpear los ladrillos del patio de mi casa rumbo a su recámara me despertaron al puntear el alba, su hora acostumbrada de llegar desde que se había formado la brigada de ciudadanos para la seguridad de San Julián. Fue la única opción que les dejó el gobierno federal, y también el estatal, al negarles todo tipo de protección y mejoras, como teléfono, telégrafo centro de salud y escuelas. Todo obedeció a la consigna del gobierno federal: nada para los pueblos alteños por rebeldes y levantiscos.

Don Epigmenio —mi padre — durmió unas pocas horas, se levantó y salió a la calle a cumplir unos “pendientes”, para regresar al mediodía. A la hora de la comida, rodeado de sus hijos, ocupó su sitio a la cabecera de la mesa, mi madre a su derecha (otra tradición alteña inalterable). Lupe, mi nana, por la ventanita que comunicaba la cocina al comedor, nos pasaba las tortillas recién salidas del comal de barro, en una servilleta limpia y almidonada, de punto, bordada por mi madre. Lupe nos preparaba alternadamente agua de Jamaica, naranja, chía, alfalfa y horchata; las tortillas volaban y la jarra de agua se vaciaba. Disimuladamente, yo me ocupaba en despegar plastas de chicle seco del faldón de la mesa, que mis hermanos habían olvidado. Lo hacía con el descarado propósito de darles una masticadita yo también.

Otra costumbre que yo recuerdo con sublime cariño es el rezo del rosario en familia. Este hábito se altero durante las semanas que duro la cacería. Mi padre ocupaba un lugar en la cama, sentado con almohadas en la espalda. Regía la ceremonia como un rito sacramental. Nosotros nos hincábamos alrededor de la cama recargando los codos. Mi madre comenzaba a rezar los misterios y al cuarto de hora ya estaba repartiendo coscorrones pues la mayoría cabeceábamos de sueño. Sobre todo a la hora de la letanía, que mi madre hacía en latín, de memoria, sin conocer su significado. Nosotros respondíamos con un orapronobis cuyo significado también ignorábamos.

—Anoche caíste como piedra en pozo, no me contestaste y te quedaste vestido, nada más te quitaste la carrillera con la pistola y los botines… —dijo mi madre, viéndolo fijamente, antes de agregar— hoy tienes otro semblante, más calmado. ¿Qué pasó en la partida de anoche?

Pausadamente, como saboreando cada palabra él contestó:

—Encontramos a Lagata o lo que dejaron de él, lo mataron de una puñalada. Le doy gracias a Dios por permitir que se nos adelantaran.

Dejé la cuchara dentro del cocido, me interesaba más oír la conversación que comer. Escuchar, sí, porque opinar, preguntar, ¡imposible! Los niños estábamos disciplinados a permanecer callados ante las conversaciones de los adultos.

—Jugaban albures en el campo, sobre su cobija —continuó relatando don Epigmenio—, parece que él daba cuando lo traicionaron, apostaba a la sota de oros contra el caballo de espadas. La daga que le clavaron y que nosotros le sacamos más bien parecía espada. Ya mandé a Manuel con la troca para que traigan el cadáver, a ver con qué nos salen ahora el señor Cura y Adelaido.

Esos personajes representaban los dos poderes que dominaban al pueblo: el Cura en primer término, pues era una autoridad encima de la del presidente.

Los niños no participábamos en las conversaciones de los adultos pero éramos un medio eficiente para divulgar noticias, que entonces corrían con la efectividad del rumor, con sus distorsiones y magnificaciones, de persona a persona. La noticia de la muerte del bandolero entró por la puerta principal, y de cada hogar salió y se difundió allá donde se encontraban dos o más personas en todas las rancherías.