Uno de los fenómenos más sobresalientes de este trabajo terapéutico está relacionado con la forma en que cada persona construye interiormente una imagen interna y la manera en que resuelve lo que a sus ojos requiere atención. No es en absoluto fácil descubrirla porque no es lineal, carece de lógica abstracta pues se corresponde con la visión de cada persona y familia, no siempre ofrece indicios fiables y en no pocas de las ocasiones consigue desaparecer del foco de la visión.
Menos aún es aprehensible porque la persona lleva a veces demasiados años viviendo con ella y sabe muy bien cómo disimularla, con qué disfraces presentarla, desde qué ángulos inofensivos hablar de ella, mantenerla intacta sin dejar de mostrar intenciones de cambio, entre muchas otras actitudes. Cosa por cierto absolutamente normal, pues del total de nuestras imágenes interiores depende la estabilidad emocional, la manera de mirar el mundo y la vida, la determinación para actuar, el tipo de amistades que tenemos, es decir, la seguridad de sentirnos en pertenencia a este o a aquel grupo, pero sobre todo al de nuestra familia.
Lo más importante de todo es que se trata de información siempre personal, tomada en todos los casos de la propia experiencia, incluso desde los años de gestación y alumbramiento, y acomodada con una pasmosa potencia, cuyo propósito único consiste en preservar a la vista las huellas de un amor que no da ni un paso atrás en su afán de conservarse apegado a lo importante, que puede ser una persona, un hecho, y hasta una frase.
Una joven por ejemplo llegó a un punto crucial de su existencia cuando alcanzó con su edad el mismo número de años que, según su interior, sabía que habían permanecido juntos como pareja sus papás. Y en el lapso de cinco meses se involucró en una experiencia que a su manera resolvía el inicio de la relación de sus padres y el término de la misma. Esa parecía ser su lealtad invisible, y en un principio no parecía incomodarse por vivir así.
A su vez, un joven, papá y marido, dijo sentirse a punto de perderlo todo. Iba a toda velocidad cuesta abajo, deshaciéndose de negocios y propiedades, lastrado por las deudas, y ya estaba a un paso de separarse de su familia. En su visión de su vida era un hijo que no tuvo papá. Por eso se había esforzado por emprender desde pequeño actividades que ayudaran a su familia, y había logrado mucho. Sin embargo, cuando consultó quedó claro que ese impulso había cesado en su influencia y que había llegado el momento de ser regido por el del ser padre. Por consiguiente, se sentía obligado a dejar a su familia, como ocurrió cuando él era pequeño, y había comenzado ya a seguir el camino de la pobreza y la dificultad, como lo había corrido el padre, a quien por cierto emulaba dedicándose a la misma actividad productiva.
Y una mujer reportó que no sabía decir no. En su caso, curiosamente, el “sí” era el monosílabo que predominaba. Y en verdad no sabía decir “no”; mejor aún, no podía decirlo, no quería decirlo, no le importaba hacerlo, porque en su interior se miraba a sí misma detrás de alguien esencial para ella cuyo peso cargaba, alguien a quien trataba de ayudar diciéndole “sí, sí, puedo”. Por lo tanto, decir “no” significaba para ella traicionar a quien tanto amaba, dejar de ayudarlo; así que no podía decir “no” porque lo sustancial para ella era decir “sí”.
Y dejemos allí los ejemplos para comentar que esas imágenes y sus conexiones con hechos, personas y frases de la vida familiar, con ser personales en grado extremo, íntimas, no se dejan agarrar a la primera. Requieren la conjunción afortunada de circunstancias, el conocimiento del hecho o de los hechos determinantes (así sea amparados bajo el famoso “dicen en la casa que…”), la presencia de una sentida necesidad de cambio y aun la disponibilidad de una voluntad encaminada a encontrar un derrotero nuevo o diferente para vivir, siempre en la unidad del amor familiar, a pesar de la culpa que suele sentirse cuando se comienza a ser diferente, en pos de un bienestar anhelado.
Aun me gustaría señalar que la persona cuando está en consulta tiene en todo momento en sus manos la decisión de no ir más allá de donde quiere, de donde siente que ya no tiene derecho, de donde siente que lo siguiente provocará un dolor que no quiere vivir. Es decir, con todo y que se sabe cuál es el asunto fundamental en una consulta, el estar bien de la persona permanece por encima, sin discusión y sin juicios. Si intenta cambiar, se le acompaña; si prefiere no hacerlo después de caminar dos pasitos, se le acompaña también. Pues nadie aparte de ella tiene ningún derecho sobre su vida.