Una Colorada(vale más que cien Descoloridas)

Que es y que no es

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Posadas (Foto: Especial)

“Nos gustan más las posadas de gente grande porque son tradicionales”, fue la sorprendente respuesta de un grupo de jóvenes veinte-añeros que parecían aburrirse, con la petición “de confites y canelones, para estos chavos que son muy tragones”. Y sí, todavía hay vecinos que deciden reunirse en el domicilio de alguno a donde llegan el ponche, los tacos, la fruta, la colación y la piñata. No hay música estridente, ni corre el alcohol en exceso. La gente mayor conversa, cambian puntos de vista acerca de sus problemas comunes: la luminaria que no enciende, la invasión del barrio —por delincuentes o población flotante que viene de lejos en el metro para trabajar en el puesto ambulante— la sordera de las autoridades, la prepotencia del elemento policíaco, que impide la llegada a su domicilio a una señora mayor, porque hay operativo y “no me importa que llore o lo que le duela, no puede pasar”. Los niños ríen, buscan con afán la piñata, mientras sus madres y padres en actitud contemplativa seguramente viajan con la memoria a tiempos similares en donde ellos fueron los héroes que la rompían o los que más ganaban fruta.

Salvo estos casos, que se dan en barrios donde los habitantes se conocen o han hecho un esfuerzo inusual para recuperar lazos de convivencia, la Navidad del siglo XXI en la ciudad de México se ha convertido en una mala copia extralógica de celebraciones sajonas. Hay que poner el arbolito, llenarlo de luces —como si se ignorara que aun sin pertenecer al círculo de “los iluminados” la CFE, nos dará un zape en el próximo recibo— rebozar el piso con regalos adquiridos durante el pasado “buen fin” o cargados a la tarjeta, porque solo fiado podemos cumplir con un ritual que en nada se parece a lo ocurrido en la primera Navidad.

Según la tradición cristiana —traída a este continente fundamentalmente por lo clérigos católicos— una pareja joven, cuya madre esperaba un hijo, se movió desde Nazaret hasta Belén. El motivo del viaje no tuvo que ver con el turismo, ni con escapar de la contaminación ambiental de las grandes urbes; eran ciudadanos responsables que acudían al llamado de sus autoridades para empadronarse. Por supuesto nadie les regaló despensas, ni material de construcción para reparar sus casas, ni alguna otra dádiva que los comprometiera en favor o en contra de alguno de los políticos de la época. La avanzada preñez de la madre y el gran flujo de personas que cumplían su responsabilidad ciudadana llegando, desde otras partes a la ciudad de donde eran sus ancestros, les colocó en la situación de recibir al niño en un pesebre, después de un peregrinar en el cual conocieron muchas facetas del carácter humano. Seguramente hubo desprecio —no tanto a su calidad de virgen madre del hijo de dios, sino a la del honroso papel de ciudadanos cumplidos—, oídos sordos con relación a la gravidez de la madre —como la del policía que maltrató a una señora de la tercera edad—, abuso en el precio de la cama que se requería para pasar la noche, burla por la fe y la creencia de los peregrinos y en medio de todo, bondad y generosidad.

En este 2011 y al final de esta moderna Navidad, la PROFECO tendrá un buen número de reclamos que no llegarán a buen término debido a la intrincada burocracia que agobia a la república mexicana. Muchos de quienes privilegiaron el paseo por sobre la convivencia, regresarán a pasar largas horas en la barandilla del ministerio público dando cuenta de todo lo que les robaron durante su ausencia. Otros más lamentarán la muerte de familiares víctimas colaterales de la guerra anticrimen y también los habrá que fallecieron debido a los excesos propiciados por un mundo que privilegia el consumismo.

Comprar —regalos, bacalao, pavo, pierna, alcohol y hasta droga— parece ser el signo de los tiempos. Hay que regalar porque así lo hicieron los reyes magos, es la justificación distorsionada y moderna por lo ocurrido en aquella Navidad. Pocos son los dispuestos a pensar en el afán de investigación de los viajeros de oriente. ¿Cuántos cristianos de hoy aprovechan los días de asueto para indagar el tamaño de esta odisea? ¿Desde cuando venían persiguiendo una estrella? ¿Cómo afectó en sus vidas la visión del rey al cual visitaron? ¿Por qué obedecieron las indicaciones de un ángel para cambiar de ruta? ¿Creían ellos en los ángeles? ¿Qué fue lo que les movió a dejar el oro, el incienso y la mirra a un bebé nacido en condiciones muy lejanas a las riquezas? Más allá de doctrina o creencias, este es un tema de estudio, que se ha desechado de manera automática por quienes conforman no solo estilos sino esencia de la vida misma.

Aun hoy, después de revoluciones, diversos modelos democráticos y realidades lacerantes de pobreza, marginación y degradación; los emperadores y reyes malos siguen matando niños, persiguiendo gente buena, invadiendo países, mintiendo a propios o extraños, enriqueciéndose con el trabajo de otros. Las contradicciones están ahí, el anhelo natural de la humanidad para religarse con quien le dio el privilegio de la vida, se desdibujan en el caos de “profetas” que han hecho de las religiones instrumentos de control —algunos hasta pagando costosísimos espacios televisivos— mercadotecnia financiera para uno cuantos vivales y hasta excusas para la guerra entre naciones. Las nuevas generaciones son fácil presa de sicarios, explotadores y traficantes de todo lo malo, porque no creen. No creen en sus mayores, ni en sus maestros, ni en las autoridades, ni mucho menos en Dios. Su único modelo anhelo es el éxito y este se logra con dinero, sin importar de donde venga. Para ellos la metodología probada a fin de estar en el camino del éxito es la que permita “ganarle al otro”, y si ello supone, difamarlo[1], engañarlo, golpearlo y hasta matarlo se vale, por eso de Paz en la Tierra para los hombres de buena voluntad parece ser solo una tradición rumbo la extinción. Por ello es que celebro en todo su esplendor a quienes aun luchan por hacer realidad esta promesa de las alturas. Espero que haya pasado una muy feliz y auténtica Navidad.

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[1] Difundir cosas del otro aun cuando éstas no sean ciertas, se ha convertido en la regla de los noticieros comentaristas de chismes políticos y de estrellas etc.