Las cosas como son

Síntomas y destino

Compartir

Cuando hablamos de repetir en nuestra vida el destino de alguno de nuestros ancestros, con cierta facilidad podemos reconocer actitudes, elecciones, ideas o conductas que nos confirman lo señalado. Sin embargo, esa inmediatez, de la cual muchas de las veces nos sentimos orgullosos, constituye una adaptación por completo normalizada que ya parece inofensiva.

Lo amenazante comienza cuando nos damos cuenta de alguna conducta o tendencia, pensamiento o decisión, que nos coloca al borde de una situación complicada sino es que en el centro de un enredo. Por ejemplo, en nuestra familia nos casamos con parejas dominantes. ¿Qué habrá pasado en nuestra historia familiar para que ahora seamos cónyuges sumisos? ¿Por quién pagamos de este modo algo que no cometimos? ¿A quién traemos al recuerdo con esa conducta?

Otro ejemplo: ¿a qué se deberá que elijamos un camino de privaciones, una vida en la que nos negamos a tomar la abundancia para no dejar de vivir pobremente? ¿Junto a quién de nuestros ancestros nos colocamos al actuar de esta forma? ¿Cuál fue el suceso que detonó esta especie de orden secreta pero de obediencia estricta? Un ejemplo más: ¿no se habrá topado con alguien que se niegue a procrear? Esa persona tendrá muchos argumentos, pero hay uno o varios hechos en su corazón que sólo él conoce, y que tal vez, de tan intensos, ya se niega a mirar. Por eso honra lo anterior viviendo del mismo modo la pérdida.

Estos asuntos, visibles en la consulta, nos fuerzan a lanzar la mirada atrás, pero solamente lo suficiente como para dejar en manos de su propietario ese pesar, esa ansiedad, esa confusión que ahora mismo nos asfixian. Habiendo encontrado a quien o a quienes lo generaron, debemos dar la vuelta a instalarnos en nuestro presente. ¿Parece difícil? Para uno solo, sí lo es. Por eso es necesaria la consulta. Y también un mucho de sentido común.

Este último aplica en el momento en que miramos a nuestros ancestros con la experiencia nuestra, poca o mucha, rica o pobre, dándonos cuenta de que ellos hicieron, como nosotros ahora, lo mejor que pudieron. ¿Acaso hay un padre que no intente para sus descendientes conseguir lo mejor a su alcance?

Otra de las cosas de las que nos damos cuenta es de que a pesar de la pureza de nuestras intenciones, existen limitaciones que no podemos superar, porque son más grandes que nuestros recursos. Este sentimiento lo vivieron igualmente nuestros antecesores cuando encaraban su propia vida. Y de ello se desprende la humildad cuando se asiente a las cosas o un enojo casi permanente cuando se intenta hacer (inútilmente) que las cosas ocurran de un modo distinto.

De esta manera, día con día, del contacto con nuestra parentela, se va formando nuestra manera de encarar el mundo y la vida y basta tan poco en ocasiones para marcar una huella profunda y duradera, tan sentida que llegamos a creer que siempre estuvo allí. No es cierto. Miremos qué es un bebé y cómo llega a ser semejante a sus parientes. Por un esfuerzo diario y constante, por un descuido instantáneo, por una carencia impensada, por un chiqueo frecuente, por una atención reiterada.

Entonces, puede concluirse, por lo pronto, que no hay nadie a salvo del dolor y que, en este sentido, cada persona tiene una sensibilidad acorde con su propia historia. De ahí que el respeto se vuelva esencial. Otra conclusión consiste en reconocer que a veces un solo hecho no resuelto de algún ancestro puede provocar en los descendientes varios síntomas diferentes, o a la inversa: que varias cuestiones ancestrales provoquen un solo síntoma en los pequeños.

Lo importante al final de cuentas estriba en mirar a la persona en situación de necesidad y en tratar de reconocer a quién sirve su amor manifestado como enfermedad, como impotencia, como tendencia destructiva. Procuramos, como ya se ha dicho antes, reconocer lo que es, como quiera que se presente; mirar el pasado solamente lo necesario para instalarnos libres y ligeros en el presente, para dejar libres a nuestros pequeños; miramos a nuestros ancestros con la mano en el corazón y una reverencia agradecida para pedirles que vean con buenos ojos nuestro deseo de plenitud, de vida completa; e integramos a los olvidados, a los repudiados, a los que causan miedo, garantizándoles que tienen, en principio desde nuestro corazón, su lugar en la familiar.