Las cosas como son

Falta de claridad en la intención de cambiar algo

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Comencemos con una pregunta: ¿qué hacer cuando la confusión, el enmarañamiento, la inmovilidad o la indecisión aquejan a una persona en su intención de cambiar algo, o bien de mejorarlo incluso de resolverlo? La persona intenta emprender algo en su vida, pero no sabe por dónde o cómo comenzar. O bien intenta vanamente conceder una importancia similar a muchos asuntos en el orden de sus prioridades. También llega a suceder que tiene la sensación de necesidad, de moverse de alguna forma en el espacio de la vida, sin embargo no consigue definir qué es esa incomodidad, de qué se trata ese desajuste, esa dislocación.

Llegamos por este camino precisamente a un punto esencial: la dislocación, la descolocación, la pérdida del lugar donde se es fuerte, desde donde se mira con claridad, el punto de partida seguro. La dislocación es esa no posibilidad de enfocar la atención en un asunto específico, ese no poder definir los contornos de lo adverso, de lo difícil, de lo que me atenaza. Con alguna frecuencia, sucede que esa dislocación se corresponde con una pérdida de lugar en el contexto familiar, sea en el de origen, que es donde uno nace y crece, sea en el actual, que es el constituido por uno en acuerdo con otro, es decir la pareja.

De golpe, entonces, salta a los ojos de la percepción una llamada de atención, una llama en medio de la noche, una luz tenue en la oscuridad del túnel. ¿Realmente quiere modificar esa persona algo en su vida, en la parte con que contribuye a que ciertas situaciones sean de este o de aquel modo? Algunas dirán que sí, pero que la confusión lo impide. Algunas dirán que claro, pues el solo hecho de estar allí lo corrobora. Y aun habrá algunas que traspasen al facilitador la decisión de lo que debería ser atendido.

Con esta respuesta por delante o con otras, sin embargo, conviene mantenerse apegados a la idea de “lo más grande”. ¿Qué es para cada persona lo más grande en este momento? Cabe lo urgente, lo impostergable, lo que siempre quiso tocarse y se dejó pasar, y tantas otras posibilidades. Pero frente a ello “lo más grande” define rumbos, marca derroteros, apunta hacia el destino de los anhelos. Hay que empezar a mirar “lo más grande” dentro de cada circunstancia, de cada caso, de cada corazón.

Lo más grande es aquello donde cabe lo que se experimenta, y todavía tiene para dar mucho más. A lo mejor si invertimos un poco el orden de la pregunta emerge cierta claridad: con lo que una persona refiere de su vida como dificultades o adversidad o infortunio, ¿qué se pone en riesgo? La respuesta nos mostrará lo más grande para la persona desde ese punto de vista. Su relación con la pareja, su vínculo con papá o con mamá, su contacto con el mundo o con el vivir, su visión de la muerte.

Ningún asunto es fácil para cada persona cuando lo padece. Así que sin hacer a un lado las consideraciones respetuosas de rigor, lo que sigue es conducir la mirada al sitio donde figura lo más grande, donde el riesgo es real para la persona. En este andar, a veces ocurre que la persona reconoce sentimientos obstaculizantes, como el miedo, la falta de autoestima, la debilidad, entre muchas otras, para dar el paso requerido con la determinación necesaria. Cuando este caso se presenta, conviene mirar de nuevo lo más grande, y tratar de sentir cómo asciende una frase, una imagen, una palabra, un impulso de acomodar el cuerpo de cierta forma. Allí radica el asunto a consultar, de allí se desprende. Más allá de la voluntad racional aguarda, se emboza, se resiste, niega su virulencia.

¿Qué le queda a la persona? Confiar. Confiar en sí misma, en la voz interior que la habita, en la sabiduría inherente a su persona y experiencia, en la seguridad de que los años contados en la propia edad son un indicio claro de que la vida fructifica, en el destino a donde inexorables llegaremos.

Por ende, en vez de mandar a alguien con las cajas destempladas, queda acompañar a la persona en su tránsito hacia la claridad, sin hacer el trabajo por ella, esperando a que se coloque en un buen lugar, y desde allí despliegue su voluntad, el caudal de sus recursos. Solo en ese momento la necesidad puede aparejarse a la voluntad y producir ambas una opción antes no prevista, una andanza inédita, nueva, quizás ardua, pero tal vez efectiva y rica en posibilidades insospechadas.

Con todo y eso, como en el principio, será la persona misma quién decidirá qué quiere hacer, hasta dónde quiere llegar, para qué intenta modificar un orden, a quién mira mientras ejecuta sus actos. Lo que decida, estará bien decidido.