En Cien años de soledad (1966) García Márquez nos presenta un personaje muy singular, Úrsula Iguarán, quien vive luchando contra la naturaleza desde dos frentes, hacia el exterior preservando su casa de ser devorada por la vegetación e invadida por los animales de la zona y de forma interior aconsejando a sus parientes que no se casen entre ellos por correr el peligro de tener descendientes con cola de cochino como un símbolo inequívoco de vuelta a la animalidad. Desde su pensamiento belicoso solo había dos opciones: ganar o perder.
Esta batalla que vive el personaje la vivimos todos nosotros diariamente: el ser humano ha conquistado todos los espacios, todos los climas, domesticado a las plantas y a los animales y construido refugios altamente sofisticados con policías a la entrada y llaves en la puerta, hacia el interior las reglas morales y las leyes nos protegen de nuestros instintos y los de los demás y la ciencia avanza contra la vejez y la enfermedad; pero cuando estamos calientitos en nuestras casas y protegidos de todos los peligros exteriores de pronto viene un tremendo temblor que nos recuerda que por más dominio que tengamos el peligro está ahí, latente.
Las noticias le dedican un espacio considerable a los hechos que tienen como origen fenómenos naturales, siempre y cuando las personas se vean involucradas en ello, la única diferencia entre un fenómeno y un desastre natural somos nosotros en la medida en que todas las precauciones que hemos tomado para subsistir se vuelcan en nuestra contra, un sismo solo es fatal si encuentra a su paso casas inadecuadas para el movimiento; un tsunami, un alud o la explosión de un volcán deberán tener poblaciones demasiado cercanas que llevarse a su paso; una lluvia para ser inundación necesita encontrar cauces de ríos invadidos, malas bajadas de agua o drenajes tapados y una enfermedad para ser epidemia necesita mucha gente concentrada en poco espacio y con mucho contacto.
Si no podemos ni prevenir ni cambiar a la naturaleza porque esta tiene sus propias reglas y carece de conciencia y si es imposible volver a nuestra condición animal, entonces ¿qué podemos hacer? Debemos cambiar nosotros y eso requiere un conocimiento del planeta que habitamos para crear una nueva relación con él donde no seamos ni víctimas ni victimarios, teniendo la humildad de alejarnos de lo que puede hacernos daño y aprovechando sus incidencias para que en vez de una inundación tengamos, por ejemplo, una fuente renovable de agua potable. Por suerte tenemos más opciones que Úrsula Iguarán.