Una Colorada(vale más que cien Descoloridas)

Despedirse

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En la búsqueda de felicidad, retener lo que nos agrada es quizá el acto más primitivo para suponer asegurada una zona de confort. El bebé se resiste a desprenderse del pecho materno, la mamila o el chupón; las madres lloran en la boda de sus hijos y todos, de una u otra manera, nos sentimos desvalidos el primer día de clases, en el fin de cursos, al término del contrato laboral o cuando cambiamos de casa y, peor aún, si tenemos que exiliarnos a otro país. Despedirte de quien fue tu pareja —por divorcio o muerte—, tus vecinos, tus correligionarios políticos o hermanos de fe no siempre es fácil, aun cuando asumas que desligarse es lo correcto, lo sano, lo maduro. Una y mil veces los terapeutas repiten la consigna de que un adiós maduro supone separase sin odiar, sin extrañar, sin permanecer ligado en lo interno, a pesar de ser un acto lastimoso que implica dejar de estar en un grupo,  una familia, una agenda, un club, una red. Quien diga que hay despedidas felices, es un perverso, miente o está fuera de la realidad, porque despedirse es doloroso. Aunque sepas que ya se acabó —la relación, la vida, el proceso— y que lo mejor es no “mirar atrás”;  blindarte en contra de la congoja y la tristeza que ocupa el vacío, evitar caer en las trampas del olvido o el odio; asumir que “era inevitable” o esconderte detrás de la búsqueda de justicia, no aminorará hasta que logremos cerrar el ciclo. ¿Entienden esto los MP, médicos forenses, jueces y medios que han estado cerca del asunto de los 12 jóvenes desaparecidos de un antro en el DF? Si los motivos de una despedida no son los correctos, la separación —física, emocional, espiritual— es más complicada. Seguir ligado a quien ya no está, porque puse fin a una relación de maltrato, porque emigré en la búsqueda de más dinero y dejé a atrás a mis padres, porque mi hijo desapareció o alguien amado murió —de enfermedad, edad o violencia— es siempre el mayor obstáculo para recuperar la posibilidad de crecer, madurar y seguir siendo pleno. En verdad no hay fórmulas para decir adiós. El vocablo mismo tiene una gran carga de fe, esperanza o anhelo emocional de evitar la ausencia del otro. Más allá de si el origen etimológico se vincula con Zeus, Deus o dios, si surgió de un buen deseo espiritual o simplemente es la mayor garantía de la existencia divina por estar culturalmente en todos los idiomas[1], despedirse igualmente implica: acompañar finalmente —a la puerta el avión el autobús— al que se va, desprenderse, echar fuera, apartar y hasta correr al molesto o el inútil es decir, simplemente concluir un proceso en el cual ya no es posible aguantar o seguir. Los adultos mayores —cuyo día se recordó con más pena que gloria  la semana pasada— se despiden dejando de comer, de interactuar o caminar. Para el que ya siente concluido su ciclo, decir a-Dios es un acto valiente, humano, muchas veces intolerable —dicen los budistas que si no duele no sirve— lleno de temor. ¿Cómo vivir sin mi hijo o sin mi hermano? se han de preguntar las familias de Tepito; porque jamás decir Good Bye[2] es un acto de completa alegría. La separación temporal de la quinceañera viajando con sus amigos a un campamento como regalo de aniversario es un aprendizaje —consciente o inconscientemente— de lo temporal de los vínculos. Cada pérdida, grande o pequeña, debiera prepararnos para lo inevitable: lo mortal de nuestra esencia y la definitiva separación propia o ajena de los que amamos, cuando llega el momento final. Para los que se quedan, aprender a despedirse es siempre para bien. Nos ayuda a madurar para no repetir los mismos errores, nos da permiso de llorar como una forma de consuelo al trascurrir por un proceso de duelo y, sobre todo, nos evita permanecer bloqueados, aferrados o sin futuro luego de la negación, el conflicto, la desesperación y todo lo inherente a un adiós definitivo. Tanto el que se va como el que se queda, lo hará con menos conflicto si resuelve los asuntos pendientes: perdonar las ofensas y juicios condenatorios, trabajar las frustraciones, asumir la envidia o la ambición como fuente de conflictos, concienciar un secreto jamás admitido, expresar el reconocimiento y hasta el amor reprimido, evitará remordimientos, culpas y compensaciones secundarias e insanas por el mal manejo de la soledad o el miedo, que nos turba el sueño empujando a muchos al intento de anestesiar lo incómodo mediante, pastillas, alcohol, luchas suicidas y toda suerte de evasiones, incluso irracionales y fanáticas. Despedirse no supone necesariamente traicionarnos a nosotros mismos o a la persona que se deja ir, es a final de cuentas, cerrar un círculo en base a la libertad propia y del otro, aun cuando alguna de las partes opte por el rechazo a la posibilidad de ser redimido en términos de su particular ciencia.  Decir adiós es evitar sujetarse a la muerte, es admitir el valor intrínseco de la justicia, que no debe ser calificada por quienes la aplican o pretenden apoderarse de ella.[3] El mundo sería un planeta más armonioso, si todos asumiéramos con racionalidad, madurez y plenitud espiritual las despedidas * [1] El filósofo ateo alemán Friedrich Nietzsche afirmaba que “mientras Dios siga existiendo en el lenguaje humano, no se podrá afirmar de verdad que Dios ha muerto”. [2] “God be with you”, “Dios esté contigo”. [3] ”…y el postrer enemigo que será destruido es la muerte. Porque todas las cosas las sujetó debajo de sus pies…” Primera carta a los Corintios, Capítulo 15, la Biblia.