El Laberinto

Tenemos goteras

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Hace unos días me comí unos tacos callejeros y como el monto no era elevado decidí pagar con una parte de la envidiable fortuna que poseo en moneditas de diez centavos (previamente contadas y pegadas con diurex, que tampoco se trata de ser desconsiderada) y la reacción del taquero fue responderme con un seco “mejor te los regalo” que me hizo sentir pordiosera y que me obligó a cambiar un billete para pagarle sus diez pesos.

La reacción del taquero es hasta cierto punto amable si la comparamos con las que he tenido por parte de las taquilleras del metro, la primera que a regañadientes me recibió las monedas para después mirarme a los ojos y soltarme esta joya: “así ¿o más jodida?” o la otra que quería que desarmara paquete por paquete con una cola de 20 personas poco amigables que seguro me lincharían antes de cumplir mi cometido.

Pero en esta columna, más allá de preguntarnos ¿por qué se siguen emitiendo los centavos si nadie los quiere y si no existe nada que comprar con ellos en este mundo de cruel inflación? o de quejarnos sobre lo molesto que pueda resultar que te marginen por juntar monedas, que sin embargo te clavan en los cambios, se trata de la infravaloración que  la mayoría de la gente tiene  con las cosas pequeñas.

No es casualidad que se desprecien las moneditas en un lugar donde la gente tira colillas de cigarros y chicles insípidos por todos lados, donde uno no es ninguno, donde nadie le cambia los empaques a sus llaves cuando gotean sin cesar… Y es que es triste pensar en todas aquellas cosas que se nos escapan de a poquitos, que desbaratan afectos con pequeños gestos, que nos hacen perder minutos que sumados son horas, que minan nuestros bolsillos con gastos “insignificantes”. Nunca está de más tener presente que un conjunto de diminutas hormigas se pueden comer a una persona entera y que una gotera puede tirar una casa.