“El Tajín”: retorno al placer del texto

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Efraín Huerta, poeta (Foto: Especial)

Vale iniciar este ensayo con la siguiente aseveración que, aunque lo parezca, no tiene nada de gratuita: para leer un poema, un cuento o relato, un texto dramático o una obra de largo aliento, como puede ser la novela, por ejemplo, no se requiere de ningún manual instructivo, tratado o curso introductorio.

No hay duda de que uno de los males de nuestro tiempo consiste en que todo el mundo tiene demasiadas ideas, opiniones y comentarios sobre casi cualquier cosa, pero la mayoría de esas opiniones son inconsistentes y contradictorias. En el mejor de los casos, no añaden gran cosa al contenido. En el peor: suplantan la obra en sí, cuando es ésta la que detona precisamente su cuerpo discursivo.

En la actualidad, existe una enorme confusión, sobre todo dentro del ámbito académico y entre los estudiosos de la literatura, sobre la finalidad de los textos literarios. De esta manera errónea se piensa que el escritor o poeta escribe obras literarias para que éstas sean objeto exclusivo de operaciones intelectuales de indagación, análisis, investigación, comprensión, explicación, ya sea de carácter psicológico, histórico, sociológico, psicoanalítico, filosófico, ideológico, semiológico, estructural o estético. No, el escritor no escribe poemas o novelas para que alguien las explique, sino para que se lean. No necesito saber qué es un poema alejandrino para disfrutar de ese verso de catorce sílabas, dividido en dos hemistiquios, cuyo origen es el Romand’Alexandre, poema francés del siglo XII. O saber que la “metonimia” es una figura retórica que se utiliza cuando se realiza un cambio semántico, es decir, cuando se designa una cosa o idea con el nombre de otra. Verbigracia: “Ayer escuché a Haendel(para entender que estamos hablando de una composición musical de Haendel, como es el caso de El Mesías).

La pregunta clave, entonces, es qué es lo que hace de un texto un texto literario o poético. La respuesta a esta interrogante la podemos dilucidar en qué sucede en la lectura, es decir, en la relación entre el texto y el lector. No entre el mundo del texto y el mundo del lector, sino entre ese texto en particular y lo que produce en los lectores.

No se trata de negar que el conocimiento de las circunstancias que rodean la producción de determinado texto, siempre contribuya no sólo a la explicación o comprensión del mismo, sino también a la simple lectura; en otras palabras, el enfoque histórico literario hace más accesible la obra en tanto que obra, pero el texto literario es aún más complejo.

La lectura nunca se da al ras del texto. Eso es cierto. El medio sociocultural tanto del texto como del posible lector, determina en parte la relación de ambos en cualquier lectura.

La palabra o término que se busca es la palabra “pertinencia”. Cabe preguntar cuáles aportaciones dejan de ser “erudición inútil”, y explican por qué el texto es ese texto y no otro: ¿Es pertinente este hecho para comprender el texto? El mejor ejemplo para demostrar lo anterior lo podemos observar en los géneros literarios como estructuras literarias universales, que sirven de molde para la buena o la mala literatura. Los géneros en sí no “hacen” la literatura, son simplemente categorías de clasificación según la naturaleza del contenido de los textos. Estos moldes han variado a lo largo el tiempo como han variado los criterios que los conforman: semánticos, discursivos, contextuales, etcétera. No son los mismos géneros los que describe Aristóteles en su obra La Poética (épico, lírico y dramático), que los que en la actualidad se producen, la novela forma literaria por excelencia del siglo XX, sirve de nombre a un corpus de obras de cierta extensión, en las que se pueden alojar varios discursos y en las que no es necesaria ni la unidad ni la coherencia en la acción, fijadas por el canon aristotélico. En el mismo tenor, existen ciertas diferencias entre los géneros literarios de la literatura japonesa y lo que conocemos en la cultura escrita occidental.

La lectura se conforma con la summa de nuestras impresiones, emociones, reacciones, hallazgos, encuentros y desencuentros, descubrimientos, identificaciones. Todo lo que acude a nosotros, lo que surge; todo lo que aparece o desaparece a partir, o a causa de esa lectura vital.

Por eso antes de “explicar” hay que leer. Explicar un poema consiste en entender qué efecto ha producido en nosotros, y no lo que debería suceder según los conocimientos del crítico o teórico aficionado en turno.

En efecto, el texto poético, por ejemplo, cuenta entre sus objetivos tener el mensaje como mensaje. El mensaje por sí mismo. La forma, así, se transforma en su contenido: l7a forma del poema es el poema en sí.

No podría estar más de acuerdo con Roland Barthes cuando dice: “Hay que afirmar el placer del texto frente a las indiferencias de la ciencia y el puritanismo del análisis ideológico.” (El placer del texto, Le Seuil, 1975).

De vuelta al proceso lector, el momento esencial sobre un texto literario consiste, antes que nada, en el juego de asociaciones libres que realicemos de nuestra lectura, para descubrir y analizar el o los efectos que el texto ha producido en nuestra sensibilidad. ¿De dónde vienen estas sensaciones, estas asociaciones, esta identificación o aburrimiento, esta exaltación inexplicable? La poesía es hallazgo, hallazgo de nosotros mismos. Uno deja de leer cuando deja de sentir. La poesía nos conmueve. Nos mueve.

Sirva esta larga perorata como introducción para situar en el centro del presente ensayo a uno de los poemas más significativos del siglo XX, en el ámbito de la literatura mexicana.

No recuerdo con certeza cuándo fue la primera ocasión que leí El Tajín (1963) de Efraín Huerta. Pero no hay duda de que hasta el momento la última ocasión ha sido con motivo del homenaje nacional por el centenario aniversario del natalicio del conocido como el Cocodrilo mayor.

Considerado por muchos como el poeta más popular de su generación. Palabras mayores cuando Octavio Paz es uno de los compañeros en aquellos años. Carlos Montemayor señala en Notas sobre la poesía de Efraín Huerta que el universo poético de Huerta podría entenderse bajo determinados puntos cardinales: amor, política, ciudad y asolamiento. En este sentido, el poeta en Efraín Huerta no es el que canta y cuenta con asombro el mundo, sino el que lo habita, el que participa, el que lo acompaña en su paseo mortal.

Por qué escogí precisamente este poema y no otro, como por ejemplo, del considerado el libro central de su trayectoria poética Los hombres del alba (1944), cuya vena lo posicionó como El Poeta de la Ciudad de México, o algún otro texto de su poesía civil, fruto de su compromiso como luchador social de fines de la década de los cincuenta. O del poeta amoroso de Absoluto amor (1935). O del poeta del relajo con alguno de sus 50 poemínimos. No lo sé. Pero conscientemente retorno a este poema sobre una pequeña pirámide totonaca. Símbolo de un México que rehusamos abandonar. Espacio mítico. Poema transhistórico (David Huerta dixit) porque no sólo es testigo de lo que supuestamente ha quedado atrás, sino destino sin concesión que irrumpe cual profecía de aquello que vendrá. Recuerdo, recordemos, cinco años después de terminado el poema, en otro Tajín, que es el mismo, la tarde de un 2 de octubre, en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, la matanza de personas indefensas por un grupo armado, cambió el rostro del país. O también puede ser una parte de la avenida de San Cosme cuando los Halcones salieron a golpear a maestros, en la ciudad de México, o una comunidad como Acteal, en Chiapas. O una guardería en el norte del país. Efraín Huerta deja de ser el poeta de la ciudad, el poeta amoroso. El poema El Tajín tampoco es una declaración de odio. El tema: el sacrificio humano en la cultura precolombina, es sólo un pretexto. No es un poema de tono identitario; tampoco crepuscular. Estamos —parafraseando el epígrafe de Los perros del alba— más allá de la noche, el alba y la mañana, rodeados de todos sus elementos. Más allá de la ingrata quietud nocturna, el desorden, el caos de la luz que es el alba, con la armonía y disciplina de la mañana. El Tajín es el poema más nihilista de Huerta. Regreso al origen: la nada. En El Tajín el sacrificio es inútil. La vida no se renueva. Poema cerrado, riguroso, de una increíble economía, en que el canto elegiaco nos remite a la desolación, la muerte.

*

                                   Todo es andar a ciegas, en la

                                   fatiga del silencio, cuando ya nada nace

                                   y nada vive y ya los muertos

                                   dieron vida a sus muertos

                                   y los vivos sepultura a los vivos.

*

El paisaje que narra el poeta es un paisaje detenido. La nada se instala. La pirámide en El Tajín es implacable, desencantada. Y si no es un poema tan largo para ser considerado un poema extenso, como Muerte sin fin de Gorostiza, con sus poco más de seiscientas líneas, no desmerece en el desarrollo —esa alianza entre ruptura y continuidad—, marca distancia, por el contrario, de los fantasmas del erotismo y el sueño de esa muerte transformada en bella nostalgia de Xavier Villurrutia (Nostalgia de la muerte).

*

    Tajín, el trueno, el mito, el sacrifico.

                                   Y después, nada.

*

Ya para finalizar, qué mejor recomendación para aventurarse en la lectura de este texto que las palabras que expresó un colega de una generación de escritores de la talla de José Revueltas, Rafael Solana y Alberto Quintero.

*

¿Qué has escrito? Hace unos meses leí, no sé si en la Revista de la Universidad o en Siempre!, un hermosísimo poema tuyo sobre el Tajín. Me alegro que hayas vuelto con tal decisión y certeza a la poesía. ¡Te felicito!

Te abraza con afecto, tu amigo, Octavio Paz.