Candil de la Calle

La Jefa del inframundo

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Educad a los niños y no será necesario castigar a los hombres.

Pitágoras

(Foto: Especial)

Estuve ahí.

Falsa ilusión, cárcel, reformatorio. Pocilga, chiquero, infierno…

Para muchos resultó excesivo, aparatoso, estrambótico, el operativo que la Procuraduría General de la República desplegó en las calles de Zamora aledañas a la calzada a Jacona, para irrumpir en el albergue “La gran familia”, y “rescatar” a cerca de 600 personas, entre bebés, niñas y niños, adolescentes y adultos que se encontraban en el lugar, dirigido por Rosa del Carmen Verduzco Verduzco.

“Mamá Rosa”, afuera. “La Jefa”, al interior.

Por aparatoso, por el momento en que se efectuó, por la entidad donde tuvo lugar y todo lo que hay de contexto alrededor de esta acción del gobierno federal, hubo una reacción de incredulidad.

Operativo inverosímil, oportunista, creyeron tantos. “Es un distractor por el debate de las reformas en materia energética en la Cámara de Diputados”, pensaron otros. “Es para bajar la indignación por el encarcelamiento del líder autodefensa Mireles”, comentaron más allá.

Quizás todo ello es parte de la historia. Quizás son elementos que fueron conformando la toma de decisiones para la incursión en el albergue por parte de la PGR.

Pero hay un fondo de realidad. Hay antecedentes reveladores. Hay tantas personas que se involucraron en una larga lucha para que se pusiera al descubierto el verdadero inframundo en que vivían los albergados en los edificios de la calzada a Jacona, desde hace tantos años.

Hay denuncias, testimonios, indagatorias oficiales, que por años se acumularon inútilmente en las oficinas del mismísimo DIF estatal de Michoacán; de las agencias del Ministerio Público del fuero común y federal en Zamora; de diversas organizaciones de derechos humanos.

Los zamoranos disimulaban, pero rumoraban y algunos, lo sabían. Las historias, como los olores hediondos que se desprendían del albergue y fruncían la nariz de quienes se encontraban en sus alrededores, se diseminaban en el ambiente.

Los zamoranos disimulaban, pero a sus hijos les decían que si se portaban mal, los llevarían al albergue con “mamá Rosa”. Verídico.

Hoy se sabe que son pocos, muy pocos los  menores originarios de Zamora que se encontraban —o se encuentran todavía— en el albergue, en comparación con la abrumadora mayoría originaria de Jalisco, de otras ciudades de Michoacán, de Guerrero, del Distrito Federal, de Campeche… y de Guanajuato.

¿Por qué hubo tanta protección, tanta impunidad, tanto fingimiento en torno a Rosa Verduzco? Alcaldes, gobernadores y presidentes con todo y sus primeras damas, no sólo la encumbraron (en una complicidad que debería formar parte de la investigación y de las consignaciones de la PGR), sino que pusieron en sus manos recursos públicos que evidentemente no fueron suficientes… o no fueron destinados a la atención mínima para los albergados.

Es cierto que este tipo de iniciativas suelen adolecer de dificultades económicas y de muchos trabajos para conseguir apoyos y recursos para subsistir, con precariedad muchas veces. Sin embargo, de unas y otras instancias en los tres niveles de gobierno surge información de los distintos recursos que se entregaban a “La gran familia” (o mejor dicho, a Rosa Verduzco) y de la escasa fiscalización o supervisión en el ejercicio de los mismos.

La misma ausencia institucional es evidente en la supervisión de las condiciones sanitarias, de seguridad, de infraestructura, de humanidad mínima, del albergue. “Ella mostraba lo que quería mostrar”, me dijo un funcionario del gobierno municipal de Zamora, ex periodista, que además me entregó una copia de un “reportaje” que hizo tres años atrás sobre “la vida y obra de mamá Rosa”. Un panfleto plagado de adulación y carente de preguntas y de respuestas.

El albergue “La gran familia” en Zamora tendría que convertirse en un museo (del horror, seguramente), con el único propósito de confirmar a los ojos de los incrédulos y de quienes todavía sospechan de un montaje mediático al estilo de Genaro García Luna, que la verdad es mucho más siniestra, más decadente y más abrumadora que las imágenes que se vieron en televisión.

Hubo quienes marcharon en los días siguientes al operativo y se nombraron “hijos de mamá Rosa” para defenderla. Pero hubo quienes de entre ésos se declararon conversos, arrepentidos, una vez que en calidad de voluntarios, ingresaron y pasaron sólo unos instantes en el interior del albergue, hasta el fondo, tras las puertas que “La Jefa” tenía cerradas a piedra y lodo, a donde nunca pasaban los visitantes, los invitados distinguidos, los donadores.

Porque al día de hoy, martes 30 de julio, permanecen aún por lo menos dos centenares de personas. Porque esos niños, esas jovencitas, se acercan a una y le cuentan, le describen —algunas con parquedad, otros con la tristeza en los hombros, otros hablando sin parar— que estudiar música era una ilusión por la que algunos llegaban o eran enviados por sus padres; que fueron entregadas por un familiar que las arrebató de una madre que las quería prostituir; que no tienen idea desde cuándo, de dónde y por qué llegaron a ese lugar donde no comían, no dormían, no vivían.

Niños sin identidad, mujeres con los apellidos de “La jefa”, quien mantuvo el control de principio a fin y hasta el último día; jóvenes con hijos de algunos de los empleados de Rosa, también encerrados. Carne de cañón, presas fáciles de sepa cuántos usos y abusos, hoy con la puerta abierta, las manos vacías y en poder de esas instituciones —llámese DIF o como sea— que apenas ayer, reconocían “a esa gran mujer”.