El río de las letras

Reloj de arena

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Había días en que pensaba irse lejos de nuevo para escribir historias sobre otros lugares e inventarle historias a la gente desconocida pero ¿a dónde iría? Se sabía sin dirección alguna y por eso podía ir a cualquier parte, así que un domingo, en lugar de ver televisión en pijama todo el día, tomó una bolsa grande, metió dos libros, su cuaderno de notas y salió de su casa. Tan pronto como salió a la calle la duda se tornó como una pared invisible de arrepentimientos cuyo ladrillo no la dejaba avanzar; pero debía hacerlo, debía obligarse a salir para probarse a sí misma que podía llegar a donde quisiera con muy poco y sin necesitar de nadie, que podía romper con la rutina y ese era el momento de saltar a un río de posibilidades con corrientes desconocidas pues al día siguiente sería Lunes y volvería a la rutina de despertarse a las siete para estar en la oficina a las nueve, para prender la computadora y checar estados de cuenta, correos y resolver problemas de otras personas, para, haciéndolas ricas y haciéndose miserable, permanecer ella misma encerrada diez horas en el mismo lugar solo porque necesitaba dinero para vivir.

Tenía que tirarse al río de posibilidades hoy porque mañana iba a salir a las ocho de trabajar muy cansada de rumiar los estados de cuenta como para pensar en sus sueños, con los ojos adoloridos de estar todo el día frente a una computadora y ya sin ganas de escribir historias, mañana estaría muy fastidiada de resolver asuntos ajenos sin importancia como para pensar en los suyos propios y mañana no se tiraría a un río sino a un estanque donde el agua permanecería quieta y se haría lamosa con el tiempo. Y entonces llegaría de nuevo otro domingo donde no haría nada por estar muy cansada de hacer todo para generar una riqueza de la cual jamás vería frutos, por ser demasiado cobarde para vivir sin la seguridad de la rutina, por ser demasiado cobarde para salirse del estanque y tirarse al río.

Así llegó a la estación de autobuses, un poco confundida por lo que estaba a punto de hacer pero totalmente decidida. Como si el destino le hablara, un reloj de arena, parte de la decoración del lugar, estaba colocado frente al asiento donde esperaba la siguiente salida a otra ciudad… “se acaba el tiempo” le decía y ella lo sabía. Un día ya no habría más domingos, más Lunes y no era feliz pero tampoco daba el paso hacía la felicidad. Para la mayoría, el dinero era la felicidad, les gustaba el dinero porque podían verlo, tocarlo, contarlo y sabían cómo obtenerlo. Ella quería algo sin forma, sin definición y no sabía además qué era pero sabía que cuando lo tuviera, lo reconocería y lo abrazaría tan fuerte aunque se escabullera entre sus manos.

Sentada esperando miró a las personas esperar como ella destinos y propósitos distintos y se preguntó cuál era su propósito y cuál su destino. Eso esperaba descubrir pero necesitaba irse con la corriente. En realidad ella también tenía un propósito, el suyo era alejarse de la vida común y ordinaria pero el destino para eso no tenía que ser especifico. Estaba sola, no habría testigos de su escape de la realidad. ¿Necesitaba testigos para hacer las cosas? ¿Hacemos todo solo por complacer o para complacernos a nosotros mismos? A lo mejor por eso sentía tan errónea su acción, no estaba intentando complacer a nadie, solo a ella misma y siempre había hecho exactamente lo contrario. Estaba en un escenario pero no había público, solo ella actuando y nada más. ¿Pero acaso no estamos siempre en constante exposición al público? Somos juzgados hasta por aquellos desconocidos sentados en cualquier estación de autobuses. La hora de su salida llego, se subió al autobús y se fue lejos.

Cuando llegó a su destino se sentó en un café con mesas al exterior que parecían islas instaladas bajo un gran árbol lleno de luces blancas semejantes a estrellas. La camarera era una joven de lentes con cabellos ondulados y cara de fastidio. Se dio cuenta entonces de que en todos lados había estanques y en todos lados hay ríos.