El Laberinto

Esos armatostes veloces

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(Foto: Especial)

La vida moderna nos impone un ritmo vital frenético a cuyo vaivén corresponde un medio de transporte análogo a sus características, peligroso, individualista pero irresistiblemente cómodo y presumible: el automóvil llegó a este mundo para quedarse.

Lejos de la seducción que ejercen sus diseños, la posibilidad de transportarte sin depender de nada más que de la gasolina para moverte, la comodidad y privacidad que dan sus interiores, los coches son, en realidad, bastante propensos al caos. Conseguir estacionamiento puede ser un viacrucis en un sitio concurrido, vivir un embotellamiento puede sacarle canas al más paciente de los conductores y los accidentes son un peligro latente, ya sea por la imprudencia propia o ajena.

Ya decía Nívea, la abuela en la novela La casa de los espíritus (1982) de Isabel Allende, que las velocidades que alcanzaban los autos, que a la postre en la época desde la que hablan no son ni una décima parte de las actuales; eran una locura y sus palabras se hicieron profecía cuando perdió la vida en un fatídico accidente, más extravagante es el caso de Albert Camus, este si de la vida real, quien tras declarar “No conozco nada más idiota que morir en un accidente de auto” murió en uno al día siguiente.

No quiero ponerme trágica y decir que se deben suprimir y chatarrizar todos los autos, reconozco que son útiles en ciertas circunstancias, solo quiero señalar que usarlos hasta para ir a la tienda, que dárselos a adolescentes y manejarlos en estado de ebriedad es un volado que no vale la pena jugar, tampoco andar declarando sobre ello, por si las moscas.